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lunes, noviembre 10, 2008

Sacando jugo

Lo que distingue al recientemente fallecido Michael Crichton de otros fabricantes de bestia-sellers no son sus habilidades literarias, sino el haber combinado su tarea de escritor con la de productor y director de cine. Ha sido, por así decirlo, un hombre del sistema casi desde los inicios de su carrera, cuando se decidió a dirigir Westworld, almas de metal (1973), cuya nueva versión, se dice, estaba escribiendo cuando se lo ha llevado el cáncer.

Me temo que no me cuento exactamente entre sus fans, y lo considero más bien eso que los yanquis llamarían un one-shot, es decir, un tipo que tiene un sólo gran éxito y desde entonces vive espléndidamente de él. Pero claro, vaya éxito: su novela de 1990 Parque Jurásico, que se convirtió en su mayor éxito de ventas y en una máquina de generar dinero a través de sus adaptaciones cinematográficas.

Justo es reconocer que Parque Jurásico es otra cosa más: una novela endiabladamente entretenida, que sabe sacar el máximo partido de un tema tan apasionante como la clonación de animales, combinando el suspense de la trama con la divulgación científica. Chapeau. Lo pasé tan bien con ella, que no me importa confesar que la peli de Spielberg me pareció floja, floja, floja (Me gustó mucho más la versión de El Jueves, donde el tiranosaurio se peleaba con los velocirraptores gritando: "¡arribistas! ¡trepas! ¡yo siempre era el rey en las pelis de dinosaurios!"). Pero luego sacó El mundo perdido y, aparte de plagiar el título de Sir Arthur Conan Doyle, el libro es que dormía a los triceratops.

Fue, creo, el principio de una decadencia creativa, que no monetaria, pues desde ese momento cualquier cosa con el sello Crichton se vendía como pan caliente, independientemente de su calidad. Es verdad que tuvo buenas ideas como Urgencias –que se le ocurrió ¡en 1970! y no pudo vender a nadie-, pero también escribió -y en ocasiones, añadiendo el insulto a la infamia, produjo la película- engendros como Sol Naciente (1993), Acoso (1994), Congo (1995), Twister (1996), Esfera (1998)… Lo mejor que se puede decir de ellas es que, cumplida su misión de recaudar pasta, han caído en un misericordioso olvido.

El Crichton que prefiero es el anterior, y más como director de cine que como escritor. Es curioso: quizá antes de que le llegara la fama y la fortuna consideraba que tenía que esforzarse un poco más, pero en los años 70 y 80 dirigió cintas tan interesantes –y tan simpáticas todavía- como la antes mencionada Westworld (que, por cierto, va de otro parque de atracciones futurista que se estropea. ¿Le pasaría a este hombre algo de niño en Disneylandia?), Coma (1978), sobre tráfico de órganos, o Runaway, brigada especial (1984) uno de los conceptos más plausibles que he visto sobre la incorporación de robots a la vida cotidiana. ¿Les apetece verse un Crichton que no tiene nada que ver con el futuro? Busquen El primer gran asalto al tren (1979), con Sean Connery y Donald Sutherland. La edición de DVD básica –la única que hay- está a cinco euros.

Y que descanse en paz.

viernes, noviembre 07, 2008

Cesta de Navidad (1): El último de la lista, de John Huston


No, no me vengan con eso de que es prontísimo; algunas cosas hay que hacerlas con tiempo, y además seguro que a muchos de ustedes ya les están empezando a dar la lata con el tema de los regalos de Navidad: que si qué le busco a este, que si le gustará esto a fulanito, o que si para qué le voy a regalar nada a menganito si es un cretino de marca mayor. Vaya, lo de todos los años. Pero esta vez, modestamente, voy a intentar echarles una mano.

¿Regalar cine? Pues claro; si no fuera por las películas que se compran con este fin, y por los packs de series televisivas, la industria del DVD estaría agonizando. Lo que pasa es que, a la hora de buscar títulos, mucha gente se tira a por lo fácil; en este caso lo fácil es, supongo, la última de Indiana Jones, del mismo modo que otros años ha sido el pack definitivo (juas, juas, y rejuas… disculpen) de Star Wars, la saga de Piratas del Caribe o la de Harry Potter. Pero aquí vamos a intentar ser un poco más originales.

Hoy comienzo con mis sugerencias navideñas. Son películas quizá no demasiado conocidas, desaparecidas durante muchos años o incluso olvidadas, pero que siguen manteniendo un nivel de calidad más que apreciable y, además, están disponibles en DVD. Perfectas para regalar o regalarse. Por supuesto, siempre está la posibilidad de que ustedes me hagan caso y luego decidan que la película que les he recomendado es un verdadero truño… pero la vida es riesgo, y creo honestamente que, en general, pueden fiarse de mis recomendaciones.

Así que vamos a comenzar con El último de la lista (The list of Adrian Messenger), rodada por John Huston en 1963, desaparecida de la circulación durante años y felizmente recuperada en DVD por Universal. Esta película, que entra sin complejos en la intriga policiaca–está basada en una novela del especialista en el género, Philip Mac Donald- se hizo famosa por los motivos equivocados. En el vídeo adjunto tienen los diez primeros minutos, títulos de crédito incluídos, donde se anuncia la participación, entre otros, de Tony Curtis, Frank Sinatra, Robert Mitchum y Burt Lancaster. No los busquen. O búsquenlos, pero no pierdan mucho tiempo en ello, porque esto es una bromita de Huston. Estas cuatro estrellas aparecen, es cierto, pero en papelitos breves y tan intensamente caracterizados –cortesía del mago del maquillaje, Bud Westmore- que resultan casi irreconocibles.


Los verdaderos protagonistas son Kirk Douglas y George C. Scott, y el desencadenante de la trama es la mencionada lista que Adrian Messenger entrega a su amigo Anthony Gethryn (Scott), para que la guarde en el caso de que a él le ocurra algo. Poco tiempo después, muere en un accidente aéreo que no es tal accidente. Gethryn se da cuenta de que casi todos los nombres que aparecen en la lista han sufrido una suerte muy parecida a la de Messenger; una cadena de asesinatos disfrazados de muerte accidental, organizada por un metódico criminal (Kirk Douglas, y al decirles esto no les reviento nada) dispuesto a eliminar a quien haga falta para convertirse en beneficiario de una cuantiosa herencia. Gethryn debe adelantarse al asesino antes de que este complete su cadena de crímenes; el enfrentamiento final llegará durante una caza del zorro celebrada en la finca del marqués de Glenyre, a la que Douglas, que además de asesino es gorrón, también se ha hecho invitar.

Si no la recuerdo mal, es tan entretenida como suena, y además tiene sorpresilla final. Por cierto, a Huston le vino de perlas el rodaje, porque le permitía trabajar en su amada Irlanda donde tenía castillo propio y pertenecía a la sociedad de cazadores de los Galvay Blazers. Lógicamente, a la hora de rodar las escenas de la caza del zorro, recurrió a su sociedad… y estos le dijeron que de ninguna manera, cuando se enteraron de que las escenas de caza estarían trucadas y que deberían seguir un rastro artificial en lugar de uno auténtico. Tuvo que conformarse con los Harriers de Dublín, menos puntillosos.

martes, agosto 26, 2008

El Vía Crucis de un cinéfilo lesionado (6). La carta esférica

Arturo Pérez-Reverte no sólo es uno de nuestros escritores más vendidos, sino también, quizá como consecuencia lógica, más adaptados al cine. Quizá otra consecuencia lógica, y como les ha ocurrido a otros autores de éxito, desde Stephen King a Frederick Forsyth, sea que a la hora de llevar sus novelas a la gran pantalla ha habido de todo. Bien es cierto que el que pasa por ser uno de los novelistas con un carácter más, ejem, particular por decirlo de modo suavecito (es que por aquí se mete algún amigo suyo ¿saben?), ha mantenido siempre una actitud encomiable sobre el tema: básicamente, una vez que has trincado el cheque, si no te gusta el resultado, te callas.

Claro, que cuando a uno se le vienen a la memoria atrocidades como La tabla de Flandes (Jim McBride, 1994), esa adaptación de Alatriste aquejada de elefantiasis, o la inefable serie de TV Quart, el hombre de Roma, perpetrada por Antena 3, sospecha que Arturo ha tenido que callarse en no pocas ocasiones. Y miren por dónde, La carta esférica no ha sido una de ellas. No es una gran película, pero se sostiene muy dignamente, gracias a un equipo que ha decidido tomarse la adaptación en serio.

Para llevar al cine esta historia de búsqueda de tesoros en pleno siglo XX, el director Imanol Uribe ha contado con Carmelo Gómez, uno de nuestros mejores actores, y Aitana Sánchez-Gijón, una de nuestras peores actrices. Pero también ha dispuesto de un presupuesto lo bastante generoso como para huir del cutrismo que afecta a buena parte de las películas españolas: aquí pasamos de las Ramblas de Barcelona al Museo Naval de Madrid, a uno de esos magníficos pisos de detrás de Correos donde viven profesionales de alto nivel y algún director de revista, al fascinante bar La Venencia de la calle Echegaray, a las playas de mi querido Cái, al mirador de Gibraltar, al puerto de Cartagena, y a escenas de buceo filmadas en pleno mar, además en los restos de un pecio auténtico. Se agradece tanto cambio de escenario, plenamente justificado por exigencias de la trama, que le da a la cinta una factura excelente, apoyada además por el trabajo en fotografía de Javier Aguirresarrobe.

Lo cual no quiere decir que la cosa funcione al cien por cien. Uribe, autor también del guión, elimina eficazmente unos cuantos kilos de paja de la novela, y mantiene una trama que se sigue con interés. El problema son los tópicos, esos tópicos que Pérez-Reverte cuela en sus novelas con tanta abundancia como habilidad, y que traspasados a la pantalla tienen una molesta tendencia al cante jondo. Que cantan mucho, quiero decir.

El protagonista de La carta… es, como tantos otros héroes del escritor, un hombre de una pieza cuya integridad le ha supuesto la marginación social y profesional, y la mujer, un personaje fascinante –o todo lo fascinante que permite el trabajo de Aitana- que emboba al protagonista y le mete en una aventura cuyo alcance nunca llega a comprender del todo. Los malos son malísimos, pero con su puntito de fondo humano, como es marca de la casa. Y los nombres, pues de lo más exótico: el protagonista se llama Coy, que así al pronto parece como extranjero, aunque a lo mejor es una abreviatura de Alcoyano; la chica se llama Tánger, mayormente porque su padre era militar y estuvo destinado en África cuando ella nació -menos mal que no le mandaron a Almendralejo-. Pero el colmo ya es que el piloto que les acompaña en la búsqueda del tesoro, pues se llama así, Piloto -en una escena nos enteramos de que su verdadero nombre es Pedro-, y eso ya me parece pasarse varios pueblos; es como si Nadal se llamara Tenista, o Jaime Peñafiel, Portera, no sé si me entienden.

Y, como la historia va de barcos hundidos, pues hay que meter a punta pala referencias culturales sobre el particular: Tánger tiene un perro que se llama Milú (y dale con los nombrecitos), y confiesa que se enamoró del mar y sus misterios después de leer el álbum de Hergé El tesoro de Rackham El Rojo; la empresa de los malos se llama Dead Man’s Chest, o sea, "El cofre del muerto", como en La isla del tesoro; y lo único que falta por aquí es alguien con una pata de palo, y que Coy beba ron en vez de ginebra, pero eso quizá hubiera sido pasarse. Una pena que Uribe no haya entrado a saco aquí y, junto con el exceso de términos marineros, no haya procedido a una eliminación masiva de tópicos.

Con todo, una agradable sorpresa, y dentro de la sorpresa, otra más: Javier García Gallego, el actor que encarna al Piloto, y que es un prodigio de naturalidad. Y tanto, como que no es un actor profesional: en realidad, fue el instructor de buceo de Carmelo Gómez, y la decisión de hacerle actuar en la película fue una decisión personal de Uribe. No se me ocurre una elección mejor para el papel. En ninguno de los siete mares.

Véanla. Encontrarán una película de aventuras tranquila, sin persecuciones ni tiroteos, ni acción injustificada. Más bien es la historia de un misterio y unos personajes, a lo que lo único que cabe reprocharle es, quizá, un exceso de lastre por no haber sabido liberarse lo bastante de su original literario.

Próxima parada del Via Crucis: sea cual sea, será la última, que ya está bien.

miércoles, agosto 13, 2008

El Vía Crucis de un cinéfilo lesionado (3). Al sur de Granada

Vamos mejorando. No sólo en el estado del pie, sino en las películas que le tocan a uno en suerte. Es curioso; un director que tenía alguna película decente, como era Jose Luis Cuerda, me hizo pasar por uno de los mayores truños que me he tragado últimamente, y en cambio, Fernando Colomo, al cual había dado por perdido desde sus fechorías perpetradas en los 90, me ha encantado con Al sur de Granada (2003).

La trama está inspirada muy libremente en la estancia que el historiador e hispanista inglés Gerard Brenan pasó en los años 20 en la zona granadina de Las Alpujarras. Lo que en principio parecía ser la típica historia del contraste entre un inglés y unos españoles más de pueblo que las amapolas -algo a lo que contribuye el cartel promocional, a mi juicio completamente equivocado- se va convirtiendo en una historia de amor algo convencional, primero, y poco a poco en una fábula sobre las vueltas de la vida, las decisiones, los caminos que tomamos, los paraísos perdidos -que son los únicos- y la imposibilidad de volver atrás. No pretende hacer reír de continuo, que es lo que uno se espera siempre con Colomo, pero en lugar de eso -al menos, en lo que a mí se refiere- transmite interés, identificación y emoción.

Colomo dirige con mano firme, sabiendo lo que quiere contar, sin dejar que se le cuelen estridencias, por lo menos, en exceso. Claro que se ha hecho acompañar con un equipo de primera, comenzando por ese maestro de la fotografía que es Jose Luis Alcaine y siguiendo por la partitura de Juan Bardem. Y los actores: Matthew Goode, que se estrenó en el cine con esta película -y que ha prosperado bastante desde entonces: próximamente le veremos en la adaptación cinematográfica de Retorno a Brideshead, y en la muy esperada Watchmen- compone un magnífico Brenan, lleno de humanidad y personalidad, a años luz del prototipo de guiri despistado; un tipo que me cae tan gordo como Guillermo Toledo borda aquí su personaje de Paco, el campesino del pueblo que se convierte en el mejor amigo de Herardico; Verónica Sánchez es una revelación, y Antonio Resines y Ángela Molina llenan dos personajes secundarios de una pieza.

En fin, toda una mejora con respecto al otro día. Por cierto, esta película está directamente relacionada con Carrington (1995), de Christopher Hampton, con la que comparte algunos personajes. Y el tema de los ingleses en Las Alpujarras ha dado material para otro tipo de obras; si no tienen lectura de verano, les recomiendo vivamente los libros del cachondo de Chris Stewart Entre Limones y El Loro en el Limonero, que se han vendido como churros en la feria, y donde narra sus propias vicisitudes en esta comarca de Granada unos cuantos años después que Brenan.

Siguiente parada del Vía Crucis: Malas Temporadas (2005), de Manuel Martín Cuenca.

domingo, junio 01, 2008

Cuestión de orden

No quiero ser chivato, porque nunca se sabe muy bien quién acaba leyendo estas cosas, pero el otro día en una empresa de revistas que yo me sé los cierres quedaron en un aparte mientras el personal de maquetación se dedicaba durante un par de horas a discutir sobre escabroso tema, a saber: películas que sean mejores que los libros en que se basan.

El intercambio de opiniones, como no podía ser menos, transcurrió entre civilizadísimos gritos de ¡ignorante! ¡iletrado! ¡tolili! ¡fascista!, pero no sé si llegaron a alguna conclusión. Es que el asunto es espinoso, con opiniones para todos los gustos. Hay algunos casos evidentes -El Padrino o Tiburón, sin ir más lejos-, pero la verdad es que no es muy habitual que el celuloide supere a la letra impresa. Esta tarde, siguiendo con los homenajes a Pollack, estaban pasando en TVE 1 Memorias de África (1985). No es de mis favoritas, pero está bien, es muy bonita… aunque se parece a las memorias de Isaak Dinesen como un tertuliano de ¿Dónde estás, corazón? a un periodista. De hecho, libro y película son tan distintos que se pueden disfrutar uno y otra como creaciones independientes (¿Cómo? ¿Qué no se han leído Out of Africa? Venga, a la librería y que no les vuelva a ver por aquí hasta que no se hayan ventilado esa maravilla). A ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y su adaptación Blade Runner les pasa lo mismo; aunque este es uno de los casos en los que creo que la peli quedó mejor (Y me encanta Philip K. Dick). Y hay ocasiones en que la versión fílmica es magnífica… pero es imposible que mejore al libro en que se basa. Es el caso, sin ir más lejos, de A sangre fría (1967) de Richard Brooks.

Las adaptaciones literarias tienen su problema. De entrada, es difícil que un guión tenga más de 150 páginas, y un libro menos de 200, y así, mal empezamos. En la historia del cine ha habido algunos casos de corte por lo sano: siguiendo con Pollack, su película Los tres días del Condor (1975) está basada en la novela de James Grady Los SEIS días del Condor… Demasiados días para una peli. En alguna otra entrada también he contado cómo la novela de John Klempner Carta a cuatro esposas se convirtió en Carta a tres esposas cuando Joseph L. Mankiewicz la llevó al cine; no había sitio para más. Y si repasamos fenómenos recientes… bueno, creo que a Harry Potter las adaptaciones le han venido bien, sobre todo en sus últimas e infladísimas novelas.

Por eso, para evitarse decepciones en el cine, creo que cuando es posible siempre resulta mejor ver antes la película, y luego leer el libro. Es un proceso que enriquece, mientras que el contrario frustra, sobre todo cuando se ve la cantidad de personajes, diálogos y material argumental que los autores del guión han decidido pasarse por el forro. Es, por ejemplo, lo que le pasaba a El nombre de la Rosa, una de las adaptaciones cinematográficas que más detesto.

En fin. ¿Ustedes qué opinan? Por cierto, no hagan caso de esos rumores que han oído por ahí: meter comentarios en este blog sale absolutamente gratis. Así que, ahora que me estoy planteando muy seriamente si seguir con él o darle cerrojazo, les aviso que su participación pueden ser uno de los principales motivos para motivarme a seguir con él.

Y por último, si quieren algo más sobre libros, metan un poco la nariz en el blog de mi amiga Susana López del Toro. Seguro que les llama la atención... Pero por motivos que no se esperan.

martes, abril 29, 2008

Fuera de línea

No he ido todavía a ver Elegy, pero la tengo reservada. Me llama la atención la coincidencia de críticas favorables que ha recibido la última película de Isabel Coixet, y además Ben Kingsley siempre es un valor seguro, y Penélope Cruz, cada vez más. El material del que parte, en cambio, -la novela de Philiph Roth El animal moribundo- me interesa menos. De Roth he leído un par de cosas -El lamento de Portnoy, por supuesto, y The professor of desire, donde aparece también el personaje de David Kepesh que interpreta Kingsley- y la verdad, lo único que veo son conflictos intelectuales, problemas por ser judío y más problemas por la cuestión del sexo. O sea, igual que Woody Allen, pero en trascendente.

Pero dejando aparte mi opinión sobre Roth, me ha sorprendido encontrarme con el nombre de Nicholas Meyer como responsable del guión. No me puedo imaginar a dos escritores más diferentes. Verán, Meyer está un poco olvidado hoy, pero a finales de los 70 y principios de los 80 era bastante conocido como director y escritor. Aparte de algunas incursiones en la ciencia ficción, era un enamorado de la época victoriana y un sherlockiano de primer orden. De lo primero dejó constancia en una de sus mejores películas, Los pasajeros del tiempo (1979) -donde mezclaba a H. G. Wells con Jack el Destripador- y de lo segundo con sus novelas Elemental, doctor Freud (1975) -llevada al cine por Herbert Ross- y Horror en Londres (1976). En la primera, un Sherlock Holmes destruido por su afición a la cocaína viaja a Viena para ser tratado por Sigmund Freud, y de camino se encuentra con otro misterio a resolver; la segunda junta al detective con figuras de la época como George Bernard Shaw y Oscar Wilde. Y, después de muchos años de silencio, reincidió con la novela El ángel de la música (1995) donde el periplo europeo de Holmes le lleva a trabajar como violinista en el palacio de la Ópera de París y a darse de bruces con cierto fantasma

Son novelas que hemos disfrutado enormemente los sherlockianos de todo el mundo (en España las dos primeras las publicó Ultramar, y la tercera, Ediciones B; son bastante dificilillas de encontrar, me temo), pero quizá no sean el bagaje más adecuado para enfrentarse a Philip Roth. De hecho, en una entrevista en el último número de Dirigido porCoixet explica que desechó buena parte del trabajo de Meyer y se reunió varias veces con Roth para hablar de los cambios que quería hacer en el guión. Entre ellos un happy end colocado por Meyer que no pegaba demasiado con el tono general de la película, y los diálogos del personaje de Consuela, que interpreta Penélope Cruz. Según cuenta Coixet: “era esa cosa yanqui de una cubana con unas tetas estupendas que encima es tonta. Meyer había inventado muchas cosas respecto al personaje de ella para encajar en los estereotipos latinos que tienen la mayoría de los norteamericanos que nunca han conocido a nadie cubano o dominicano. Creo que Consuela tiene una inteligencia natural, ha leído, está haciendo un posgraduado…”.

Obviamente, Coixet y Meyer no han acabado muy bien, pero me parece bien que en una película norteamericana la última palabra la tenga el director. Y espero más trabajos de Meyer, que tan buenos ratos me ha hecho pasar (mejores que Philiph Roth)… pero más en su línea.

jueves, marzo 20, 2008

90 órbitas alrededor del Sol

Es curioso, pero de los llamados tres grandes de la ciencia-ficción -los otros dos son Asimov y Bradbury-, Arthur C. Clarke ha sido sin duda el menos adaptado al cine. De hecho, su contribución se recuerda sobre todo por 2001, una odisea del espacio, una sola película que, eso sí, está sin duda entre las mejores de la historia del séptimo arte. No les oculto que es uno de mis títulos favoritos, y que he perdido la cuenta de las veces que la he visto. Primero en los cines de sesión continua, y ahora, cada cierto tiempo -suele ser una vez al año- en el DVD. Y no me miren con esa cara, que las pasiones no tienen por qué explicarse. ¿O preferirían que me tragara con esa frecuencia las películas de Steven Seagal?

Pero claro, ni siquiera 2001 puede considerarse una traslación fiel de la obra de Clarke. Es bien sabido que está basada en un relato corto -El centinela- , del cual solo se extrajeron las escenas que transcurren en la Luna, y no todas. El argumento fue desarrollado a medias entre Stanley Kubrick y el propio Clarke, que posteriormente lo publicaría en forma de novela. Posteriormente, porque Kubrick no quiso que el libro apareciera antes que la película, y personalmente, creo que hizo bien. La mente racional, y con una profunda formación científica, de Clarke, se empeña en aclararlo todo e intenta ofrecer una explicación a cada uno de los sucesos de la cinta. Con lo cual la fascinación del argumento, y sus múltiples interpretaciones, bajan muchos enteros.

Sobre 2001 se ha dicho y escrito mucho, y no creo que yo sea capaz de añadir nada nuevo; la historia y el famoso monolito, han dado pie a elucubraciones de todo tipo, algunas con más fundamento que otras. Un amigo muy cinéfilo me comentó que cómo era posible que el franquismo hubiera dejado estrenarse en España una película tan atea, apuntándose así a la interpretación de que la humanidad había evolucionado por influencia extraterrestre (probablemente, porque los censores no se enteraron de nada)… y otro me comentó que estaba clarísimo que el monolito era en realidad una gigantesca tableta de costo, y que al verla los monos se ponían a aullar y a pegar botes como locos… porque no tenían papel.

Bueno. En todo caso, sus anécdotas son bien conocidas: que Kubrick intentó suscribir un seguro con Lloyd’s de Londres para cubrir la eventualidad de que se contactara con una civilización extraterrestre antes del estreno de la película; que si se sustituye cada letra del ordenador HAL por la que le sigue en el alfabeto se obtiene IBM, algo que Clarke siempre atribuyó a la casualidad; y que no se pronuncia una sola frase en los primeros 25 minutos de película…

No sigo, que les aburro, pero si querría hacerles una recomendación, más literaria que cinematográfica: Alianza publicó hace años en su colección El libro de bolsillo, los Cuentos de la Taberna del Ciervo Blanco (1957), uno de los títulos más apreciados por los clarkófilos (¿a que mola el palabro?). Imaginación, sentido del humor y conocimiento científico por arrobas. Una delicia no demasiado conocida que ningún amante de la literatura debería perderse.

¡Y qué hermosa fue la frase que pronunció por su noventa cumpleaños! “Llevo 90 órbitas alrededor del Sol”. Tras recordarnos así que todos estamos en un perpetuo viaje, se ha ido para pasar a la siguiente etapa del suyo.

martes, marzo 18, 2008

La importancia de empezar bien

Bueno, pues metidos ya de lleno en la Semana Santa, es momento de que nos llegue el asalto televisivo habitual de películas de tema más o menos religioso, apostólico y romano del que tanto hablamos aquí el año pasado. No me voy a poner pesado otra vez con el asunto; sólo quería apuntar que esta vez la cosa está peor, porque en lugar de colocarnos, al menos, las películas originales, nos endosan versiones para la pequeña pantalla más largas, con menos glamour y, desde luego, inaguantables en su mayoría.

Yo ya me he tragado mi cupo de cine más o menos del género, viéndome el otro día la versión en DVD de El reino de los cielos, la epopeya medieval / cruzadesca dirigida por Ridley Scott. Esta versión dura media hora más que la estrenada en cines, y le ha quedado de lo más megalómana. Me explico: antes de que empiece la película propiamente dicha, tenemos una presentación de Ridley Scott in person. Luego, cinco minutos de música con la pantalla en blanco (o mejor dicho, en negro) antes de que empiece la peli propiamente dicha. Y luego, por fin, la superproducción mayestática, donde parece, de todos modos, que el director, con tanta presentación y tanta historia, no se ha preocupado de introducir un pequeño detalle:

Los títulos de crédito.

Esta es una moda el cine americano actual que cada vez es más frecuente: nos colocan el título de la película, y a correr. Ni actores, ni guionistas, ni director de fotografía, ni productor, ni director. Y yo tengo la impresión de que el título, por lo menos, lo ponen para que la gente sepa que no se ha equivocado de sala en el multicine… es una tendencia un poco preocupante, en mi opinión, porque parece indicar una impaciencia cada vez mayor por parte de unos espectadores crecidos en la generación You Tube. ¿Para qué perder tiempo leyendo que en esta peli sale Bruce Willis si ya lo he visto en el cartel de afuera? Venga, dejémonos de prolegómenos inútiles, y pasemos al turrón.

Y es una pena, porque los títulos de crédito (dejando aparte que los hay que son verdaderas obras maestras; aquí tienen algunos de los mejores) siempre han tenido una función simbólica de aprecio por el cine: es como cuando contemplamos y sopesamos ese libro que nos acabamos de comprar, y nos relamemos anticipando el momento en que vamos a hincarle el diente a la trama. Sin contar con que, en ocasiones, pueden ser muy útiles:

Lo cuenta en sus memorias el guionista William Goldman, tan habitual de este blog: en 1966 escribió el guión de Harper, investigador privado, una cinta de detectives protagonizada por Paul Newman y basada en el personaje creado por Ross MacDonald (cuyo nombre verdadero es Lew Archer; pero parece que el propio MacDonald no quiso que lo usaran). El guión, en principio, comenzaba según los cánones del género, es decir, con el detective llegando a la mansión de la millonaria que contrata sus servicios. Pero, cuando ya lo había enviado, le llamaron del estudio: necesitaban que escribiera una secuencia para los títulos de crédito.

La idea de que una escena así fuera necesaria ni se le había pasado por la cabeza. Y no se le ocurría nada. Por fin, pensó que la mejor solución sería empezar desde el momento en que Harper se levantaba de la cama, por la mañana. Y en esa escena, que transcurre sin diálogos, ocurren muchas cosas: se le ve con los ojos abiertos antes de que suene el despertador (no duerme bien), vive solo, pero tiene en su oficina la foto de una mujer; se ha ido a dormir con la televisión encendida (está más solo que la una), y es un desastre como amo de casa, porque lo único que tiene para hacerse el café son los posos del día anterior. En fin. Cuando Goldman vio la película en un cine, se sorprendió de cómo el público se reía con la escena. No se trataba solo de que lo interpretara Paul Newman; esos momentos, mientras aparecían los títulos de crédito, sirvieron para que los espectadores se identificaran al cien por cien con Harper. “Desde ese momento”, recuerda, “el guión iba sobre ruedas”.

Dejémonos de prisas, por favor. Un buen principio puede ser tan importante como un buen final.

lunes, enero 28, 2008

¡¡Dios mío, ESTO es un infierno!!

Es posible que a los lectores más jóvenes les cueste imaginar lo que significaron las películas de Rambo allá por los años 80 del siglo pasado, mucho menos si se molestan en ir a ver esta vetustilla cuarta entrega. Cinematográficamente, la verdad es que no significaron gran cosa, pero como fenómeno social… en plena era Reagan, nadie como Sylvester Stallone supo ver el filón que significaba la recuperación de los valores yanquis más vetustos, y la idea de presentar en la pantalla a americanos de pura cepa dándoles las del pulpo a los enemigos tradicionales de la nación.

Hubo otros, claro, empezando por el chuachegobernador de California y siguiendo por Chuck “visita Texas si tienes huevos” Norris, pero ya les digo, Stallone los superó a todos con su doblete conseguido en 1985 con Rambo y Rocky IV, que aparte de convertirle en multimillonario le hizo merecedor de una portada de la revista Time.

Cuesta creer que este fenómeno tuviera su origen en la novela escrita en 1972 por un profesor de literatura, David Morrell. Pero así fue: Primera sangre (publicada en España por Ultramar) llamó la atención de Hollywood nada más aparecer, pero en aquella época no se pensaba que la historia de un excombatiente de Vietnam que se volvía loco y destrozaba un pueblo entero cuando le tocaban demasiado las narices tuviera mucho atractivo. Claro que eso fue antes de que Stallone la cogiera diez años después y la convirtiera en Acorralado. Es curioso; en la película y en la novela pasan casi las mismas cosas, pero el trasfondo de la historia es muy distinto. El Rambo literario no es una masa de músculos, sino un tipo de lo más normal que, antes de que le toque ir a Vietnam, se alista voluntario en las Fuerzas Especiales porque sabe que así tendrá más posibilidad de sobrevivir. Cuando le sueltan de nuevo en la vida civil deja salir al perturbado que lleva dentro y, al final, después de más de 200 páginas de sangre y muerte, le pegan un tiro.

Esto último Stallone no lo podía permitir. Kirk Douglas cuenta en sus memorias que recibió la oferta de interpretar al coronel Trautman, el mentor de Rambo, pero que la rechazó a menos que mantuvieran el final de la novela y su personaje matara a la máquina asesina que él mismo había contribuído a crear. “Se habría perdido un negocio de mil millones de dólares”, afirma. “Pero hubiera sido lo correcto”. A Trautman lo interpretó Richard Crenna (fallecido recientemente), Rambo sobrevivió y por eso nos ha podido deleitar (?) con tres entregas más.

Un par de anécdotas sobre Rambo, la segunda peli de la serie, y la más famosa. Primero, el programa de entrenamiento físico de Stallone, que le acabó dando ese aspecto que alguien comparó con el de un condón relleno de nueces: durante cinco meses pasó seis horas al día haciendo remo, jogging y pesas, además de lecciones de tiro con arco y entrenamiento suplementario con los SWAT de Los Angeles. Durante el rodaje, se levantaba a las cuatro y media de la mañana para entrenar y trabajar en el guión de Rocky IV que, aunque parezca increíble, también necesitaba escribirse. En todas sus películas, Stallone aparece con cara de sueño, pero es que en esta, verdaderamente, se dormía de pie.

Y luego un detallito que señala acertadamente Peter Van Gelder en su libro That’s Hollywood: en la peli, Rambo mata a 57 personas, en su mayoría guardas del campo de prisioneros en Vietnam. Pero dentro sólo hay una docena de americanos capturados. ¿A quién se le ocurrió poner más de 50 soldados para vigilar a doce presos famélicos? El vietcong estaba, desde luego, sobrado de personal.

P. D. Por cierto, la famosa frase “No siento las piernas” se ha dicho en MILES de películas yanquis, pero no en la saga de Rambo. Lo que verdaderamente dice es “¡No le encuentro las piernas!” cuando al final de Acorralado recuerda la historia de un compañero suyo al que le vuelan la parte inferior del cuerpo de un bombazo. Y lo de "Dios mío, esto es un infierno", no tengo claro si la dijo Rambo... o un servidor de ustedes, cuando le tocó verla.

martes, enero 08, 2008

La verdad sobre Harry

Tenía unas cuantas cosas pendientes que ir metiendo en este blog los primeros días de enero, cuando me he enterado de la muerte de George MacDonald Fraser. Maldición. La verdad es que me lo veía venir, porque el hombre estaba ya muy mayor, pero no por esperada la noticia afecta menos. Se sabe que en el entierro de Ernst Lubitsch, alguien le comentó a su discípulo y amigo Billy Wilder: “Se acabó Lubitsch”, a lo que este contestó al vuelo: “Peor. Se acabaron las películas de Lubitsch”. Bueno, pues hoy me toca a mi decir: no sólo se acabó George MacDonald Fraser: también se acabó Harry Flashman.

Esta entrada, si quieren, es más literaria que cinematográfica, pero quienes hayan disfrutado como yo de la saga de Flashman reconocerán que no es para menos; para los profanos, indicaremos que las novelas de la serie -publicada en España por Edhasa- recorren la vida de Harry Flashman, hombre de acción, genio militar, caballero sin tacha y uno de los pilares del heroismo militar británico de finales del siglo XIX. Por lo menos, en la versión oficial. Porque en sus diarios, escritos en los últimos días de su larga vida, Sir Harry no tiene el menor empacho en retratarse como el mayor cobarde, traidor, pelotillero, golfo, borracho y oportunista que haya pasado por los ejércitos de su Graciosa Majestad. No existe episodio militar de su época en el que no haya estado envuelto -desde la Carga de la Brigada Ligera al tráfico de esclavos, pasando por la Guerra Civil americana, la guerra del Opio y la masacre de Little Big Horn-, y en el que no se las haya arreglado para portarse como una verdadera rata y salir con vida atribuyéndose las hazañas de otros. Una joyita, vaya. Y precisamente por eso, un personaje irresistible que ha atraído millones de lectores en todo el mundo, entre ellos este bloguero de ustedes.

Si las novelas son más que recomendables, ello no se debe solo a la calidad (enorme) de Fraser como escritor, sino a su habilidad para recorrer algunos de los episodios históricos más relevantes de la época, y a meter en la trama personajes reales, desde Otto Von Bismarck a Jack London, pasando por el general Custer o la princesa Ravolanova de Madagascar. Por si fuera poco, cada novela incluye apéndices con abundante bibliografía sobre los hechos y personajes que en ella aparecen, lo que permite al lector curioso ampliar horizontes. Y luego, por supuesto, está la prosa, más británica que Winston Churchill y David Niven juntos. Los que sepan ingles no pueden bajo ningún concepto perderse estas novelas en versión original.

Claro que, cuando hablamos de cine… la verdad es que Fraser fue también guionista, si bien contribuyó a pocas películas memorables, aunque adaptó Los tres mosqueteros en al menos tres ocasiones; se recuerda más su guión para Octopussy (1983), quizá el Bond más aburrido de toda la etapa de Roger Moore. Pero peor suerte tuvo su personaje: Flashman fue llevado a la pantalla en 1975, en una cinta dirigida sin demasiada puntería por el casi siempre interesante Richard Lester (amigo de Fraser) que se estrenó en España con el horrendo título de El cobarde heroico.

La cosa no funcionó y, si quieren mi opinión, por varios motivos: primero, cogieron la novela más floja de toda la serie de Flashman, Royal Flash, que no es sino una adaptación bastante personal de El prisionero de Zenda. Y luego, eligieron como protagonista a Malcolm McDowell, actor bastante horrible y completamente inadecuado para interpretar a Flashman que, recordemos, es capaz de engañar hasta a su madre con su porte de héroe militar.

Hubo un intento, y no más. Quizá la muerte de Fraser anime a alguna productora a hacer otro intento con Flashman. Desde luego, se lo merece. Mientras tanto, hoy no les voy a decir que se vayan a ver ninguna película: corran más bien a una librería y prepárense para morirse de risa.

jueves, diciembre 13, 2007

El (otro) show de Truman

Por fin conseguí ver Historia de un crimen. Este título, no demasiado imaginativo, es el que le han puesto en España a Infamous, la segunda película sobre Truman Capote rodada el año pasado, y estrenada unos meses después de la más conocida Capote. Las dos cintas tratan, más o menos, sobre lo mismo: la redacción de A sangre fría, y las consecuencias que tuvo sobre el escritor su implicación profesional y personal en la historia. Su destino ha sido bastante diferente: Capote la ha visto mucha gente, y ha supuesto el Oscar al Mejor Actor para Philip Seymour Hoffman. Historia de un crimen ha pasado casi desapercibida, y eso que tiene un reparto mucho más conocido: Sigourney Weaver, Jeff Daniels, Daniel Craig, Gwyneth Paltrow y una Sandra Bullock que, no se lo van a creer, pero está estupenda. En cuanto al papel de Capote, está interpretado por el actor inglés Toby Jones, y después de verle sólo puedo concluir que Hoffman le ha robado el Oscar. Como suena. Que conste que Hoffman está muy bien, pero el trabajo de Jones va mucho más allá, sobre todo a la hora de representar al Truman locaza, cotilla y estridente, pero al mismo tiempo encantador y seguro de sí mismo que en la otra película apenas se avista, con una imagen mucho más contenida.

Cuando Hollywood se pone a filmar dos versiones de la misma historia, cosa que ha ocurrido ya varias veces -es tan fácil que no voy a poner ni ejemplos; trabajen ustedes un poco-, las comparaciones son odiosas. En este caso, para mí la mejor sería una combinación de ambas películas. Pero hay un actor que me chirría en Historia… Daniel Craig. El último 007 interpreta a Perry Smith, uno de los dos asesinos, el que trabó mas amistad con Capote y, a juzgar por el retrato que de él nos hace en A sangre fría, el que se dejó llevar por su compañero Dick Hickock para cometer los asesinatos. Aquí está el problema. Daniel Craig es buen actor, de eso no cabe duda. Pero también es una mala bestia, con una mirada que da escalofríos. Y cuesta mucho creer que su Perry Smith se vaya a dejar manipular por nadie; ni por Hickock ni por Capote.

De los tres actores que han interpretado a Smith, el mejor sigue siendo, sin duda, Robert Blake, que le dio rostro en la adaptación cinematográfica de A sangre fría. Fue una elección personal del director Richard Brooks, que incluso encontró un cierto parecido físico entre actor y personaje. Y, ya saben, la vida imita al arte: en 2001, el propio Blake fue acusado de asesinar a su mujer, en una especie de secuela del caso O. J. Simpson. Al igual que Simpson, consiguió evitar la cárcel (o algo peor, que esto es Estados Unidos…), pero los costes del juicio le arruinaron, y no ha vuelto a saberse gran cosa de él. Algunos lo habrían considerado justicia poética, pero hubiera sido excesivo que el actor muriera de la misma manera que su personaje de años atrás...

Por cierto, una pregunta sobre la foto de esta entrada. ¿Cuál de los dos Capote creen que es, Hoffman o Jones?

lunes, noviembre 05, 2007

¿Son o no son?



Un asiduo de este blog (algunos hay) me preguntaba el otro día por qué no metía nunca entradas sobre dibujos animados. La verdad es que no había caído en la cuenta; supongo que es porque intento que los posts tengan un mínimo enganche con la actualidad, y hasta el momento no se había prestado ninguno. Pero miren, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, o que acaban de sacar una edición en DVD El libro de la selva, voy a meter un rollete sobre ella, en el que intentaré aclarar algún malentendido.

El libro de la selva suele ser la película de Disney preferida incluso por aquellos a los que no les gustan las películas de Disney. Lo cual no quiere decir que sea la mejor; de hecho, tiene bastantes fallos si la comparamos con obras maestras como La bella y la bestia (1991). Pero, desde luego, es la más simpática. Si se ve en versión original (algo recomendable para TODAS las películas, pero muy especialmente para las de dibujos), uno se encuentra con tesoros como Louis Prima poniendo su voz inconfundible al Rey Louie (en I wanna be like you, una de las mejores canciones que ha salido nunca de la casa Disney) y con aquel gran, grandísimo actor llamado George Sanders, especializado en poner su magnífica dicción británica (nació en Rusia de padres ingleses) en personajes cínicos, inmorales y aristocráticos, y al que aquí se escogió para que diera voz al malvado tigre Shere Khan.

Y luego, están los buitres, que es el tema principal de este post. Recordemos que El libro de la selva se estrenó en 1967, hace cuarenta años, en una época en que cierto cuarteto de Liverpool estaba haciéndose, en palabras de uno de sus integrantes, “más famoso que Jesucristo”. La influencia de los Beatles se dejaba notar por todas partes por aquel entonces, y de repente, en medio de esta película, nos encontramos con cuatro buitres con melenas que no dejan de tener un cierto aire… Si los buitres de El libro de la selva son o no una caricatura de los Fab Four ha surgido en muchas conversaciones más o menos cinéfilas durante años.

Pues la respuesta es no.

El libro de la selva es la última película en la que Walt Disney estuvo involucrado personalmente; de hecho, moriría antes de verla terminada (y no, no le congelaron; que uno tenga que seguir repitiendo ciertas cosas...). Pero, de acuerdo con algunos informes, el equipo de animadores sí jugó con la idea de convertir a los buitres en caricaturas directas de los Beatles. Disney se negó en redondo, argumentando que en pocos años la gente se olvidaría de los músicos y la caricatura no tendría ningún sentido; y él intentaba siempre que sus películas fuesen atemporales. Así que los pajarracos se parecen un poco… Pero no del todo.

La verdad es que Disney no andaba desencaminado. Se equivocó pensando que los Beatles iban a pasar de moda tan pronto, pero aunque su música sigue vigente (y que dure), es cierto que las nuevas generaciones ni conocen la pinta que llevaban entonces, ni les importa. Y la mejor prueba de que hizo bien está en Aladdin (1992), una magnífica película que se ve lastrada por las imitaciones que hace el Genio (es decir, Robin Williams) de algunos actores de Hollywood entre los que se cuenta ¡Rodney Dangerfield!. ¿Alguien, americano o no se acuerda de este tío?

P. D. La película El libro de la selva tiene muy poco, o nada, que ver con la obra original de Rudyard Kipling. Pero quien no se haya leído aún este libro, uno de los más hermosos que se hayan escrito jamás, ya se puede ir corriendo a la librería más próxima, y que no le vuelva a ver yo por aquí hasta que se lo acabe.

lunes, octubre 22, 2007

Volando voy

Con un par de años de retraso, el gigantesco Airbus 380 ha iniciado por fin sus vuelos comerciales. La empresa que antes lo ha puesto en vuelo ha sido la muy sofisticada Singapore Airlines, y a ésta le seguirán otras. Sobre este monstruo de dos pisos se han escrito muchas cosas, no todas buenas: algunos hablan del problema que supondrá para los aeropuertos manejar semejante cantidad de pasajeros y maletas; otros hablan de riesgos de seguridad. Pero nadie se ha planteado el principal peligro que se nos viene encima con la puesta en marcha de este trasatlántico de los cielos: una nueva película de la serie Aeropuerto.

No me vengan con que hace ya 27 años desde que se estrenó la última de la serie; más años tiene La aventura del Poseidón y bien que nos colocaron una nueva versión el año pasado. Y, teniendo en cuenta que las películas de la serie se distinguían por transcurrir en los aviones más grandes y más modernos del mundo. ¿Alguien puede asegurar que estamos libres de peligro?

La verdad es que la serie de Aeropuerto se las traía. La primera se rodó en 1970, basada en un bestia seller del escritor -hoy algo olvidado- Arthur Hailey, y no estaba mal del todo (Jacqueline Bisset ayudaba lo suyo). Pero las siguientes, metidas ya de lleno en la moda de pelis de catástrofes, se convirtieron en una catástrofe en sí mismas: Aeropuerto 75 entró con todos los honores en el libro Las 50 peores películas de todos los tiempos, y Aeropuerto 80 (donde se cambiaba el tradicional Jumbo por un Concorde)… bueno, los que sepan inglés pueden desternillarse con esta prolija crítica de los chicos de The Agony Booth.

Las películas de la serie respondían todas a la misma fórmula: juntar a un montón de estrellas -alguna de primera fila, pero también viejas glorias, rostros televisivos y, como no, el inevitable y estrangulable niño sabelotodo-, subirlas al avión y hacerlas pasar por las situaciones más descabelladas posible: un avión que se estrella contra otro, obligando a un piloto a entrar en la cabina desde un helicóptero para hacerse con los mandos; un Jumbo que se estrella en el mar y queda sumergido, con todos los pasajeros atrapados bajo el agua; un Concorde que se pone a esquivar misiles supersónicos como si tal cosa, y que los engaña abriendo la ventana de la cabina (por cierto, mientras vuelan al doble de la velocidad del sonido, con dos bemoles) y disparando una pistola de bengalas…

Con todo, la mejor crítica a estas películas no vino de ningún profesional especializado, sino del periodista David Kamp que en octubre de 2003 escribió Hooked on Supersonics, un artículo magistral en Vanity Fair, donde repasaba los 27 años de historia del Concorde. Y comenzaba su texto analizando el reparto de Aeropuerto 80, con Sylvia Kristel, Eddie Albert y Charo Baeza entre esos pasajeros que, supuestamente, tenían el honor de subirse al avión comercial más exclusivo del mundo. “Como le dirá cualquier experto en aeronáutica, eso es una fantasía descabellada: ningún Concorde ha llevado jamás tanta cantidad de morralla entre sus pasajeros”.

¿Tendremos Aeropuerto 08? Yo, por su acaso, me vuelvo a ver Aterriza como puedas. ¿Ha estado alguno de ustedes en una prisión turca?

lunes, octubre 15, 2007

Terror barato

¿Qué se puede hacer un doce de octubre por la noche cuando uno ha decidido no salir de casa, el videoclub está cerrado, y el otro videoclub -donde tenía la tarjeta para la máquina de alquiler- ha clausurado sus actividades sin previo aviso y todo lo que queda de él son paredes vacías (menos mal que no tenía mucho saldo en la tarjeta)? Pues, como decía Hannibal Lecter, se tira de lo que hay en la nevera. Así es como acabé viendo El péndulo de la muerte (1961), que había comprado algunos meses atrás, y esperaba pacientemente su turno al lado del televisor.

El péndulo… es la segunda de las adaptaciones (bastante libres) que Roger Corman filmó sobre los relatos de Edgar Allan Poe. Aquí se han añadido muchos elementos: un viajero llega a un castillo en España para indagar sobre la misteriosa muerte de su hermana. Como la hermana en cuestión estaba casada nada menos que con Vincent Price, ya se pueden imaginar que las cosas se van a torcer un poco, sobre todo si tenemos en cuenta que la salud mental de Price ya anda delicadilla al principio de la película, y las cosas que pasan después no van a contribuir precisamente a calmarle los nervios. Añadamos a eso que vive obsesionado por el espectro de su padre, que respondiendo a los topicazos guiris sobre la España del siglo XVI era uno de los verdugos más crueles de la Inquisición, y que tiene el sótano lleno de material de trabajo. Y no les cuento más, no vaya a ser que no la hayan visto y les entren ganas.

Sorprende lo bien que aguanta la película, sobre todo si tenemos en cuenta que ya en su día se hizo con un presupuesto bastante ajustado. Aquí todo son decorados interiores, con la excepción de las vistas del castillo, situado al lado de un mar permanentemente embravecido como una metáfora visual de toda la turbulencia que aguarda dentro. Y unos actores magníficos, empezando por mi queridísimo tocayo Vincent Price y siguiendo por Barbara Steele, verdadero mito erótico del cine de terror de los 60, que se las arreglan para crear tensión sólo con lo que se cuenta y lo que se intuye. Sin (demasiada) sangre y con total ausencia de vísceras, consiguen meter la inquietud en el cuerpo del espectador a base de puro talento.

Y digo que sorprende, porque cada vez que veo un Corman de esta época me llama la atención su capacidad para que le cundieran unos presupuestos ridículos (aquí tienen una interesante entrevista con él). Unos años después, cuando España comenzó a filmar películas de terror, a cargo casi siempre de nuestro ínclito Paul Naschy, sólo consiguió verdaderos bodrios que hoy a lo que mueven es más a risa que a otra cosa.

Pero Corman sacaba de donde no había. Rodaba rápido, rodaba barato y sabía lo que quería. Dicen de él -y tendría que rebuscar de dónde saqué esa información- que en una ocasión aprovechó que aún tenía contratados a actores y decorados tras un rodaje para filmar otra película… en un fin de semana. Su explicación para semejante machada fue “bueno, queríamos ir a jugar al tenis, pero estaba lloviendo”.

jueves, septiembre 20, 2007

La carretera

Se cumple estos días el cincuenta aniversario de la publicación de On the road, la novela emblemática no sólo de su autor Jack Kerouac, sino de todo aquel movimiento, tan social como literario, que sacudió Estados Unidos en los años 50 y que ha quedado para la historia con el nombre de generación beatnik (o beat, según gustos). Como cabía esperar, nuestra prensa se ha llenado de artículos donde sesudos escritores y columnistas han usado a Kerouac para hablar de ellos mismos, o sea, para recordar los tiempos en los que leyeron On the road y lo que el libro significó para ellos en aquellos años suyos de juventud y rebeldía. Hasta que llegaron la hipoteca, los trienios y, en algunos casos, el coche oficial.

Pues miren, no se van a librar de que yo haga lo mismo: leí On the road con dieciséis años, una edad estupenda para escapar de inquietudes y confinamientos más o menos imaginarios viajando línea a línea en la trasera del coche de Neal Cassady. A este siguieron otros -Los vagabundos del Dharma, Ángeles de desolación- y luego la huella que dejaron se fue borrando a medida que mis gustos y curiosidades se adentraban en otros autores y otros estilos. El libro -en edición de Bruguera de 1980- sigue aquí, en casa, aunque apenas lo he abierto desde entonces, entre otras razones, por miedo a que se me derrumbe en una relectura, como pasa con tantas novelas (y películas) que mitificamos en la adolescencia.

¿Pero esto no era un blog sobre cine?

Claro, y a eso vamos. On the road es una novela que, aunque jamás se ha llevado al cine, constituye uno de los proyectos más queridos de Francis Ford Coppola, que ha anunciado repetidas veces su intención de filmarla. Y ha habido intentos, esbozos de guión, tanteos con el reparto, pero de alguna manera el proyecto nunca acabó de despegar (ahora dicen que llegará en 2009, aunque Coppola sólo producirá). Sin embargo, yo me estaba acordando de otra película que se acercó de manera impecable al mundo de los beatniks. El cartel lo tienen ahí arriba. En España se estrenó como Generación perdida (1980) y su director fue uno de los realizadores norteamericanos más interesantes de los 70, John Byrum. No está basada en ningún libro de Kerouac, sino en las memorias de Carolyn Cassady, la mujer de Neal -el miembro más importante de la generación, y el único que jamás escribió una línea-, interpretada aquí por Sissy Spacek. El resto del reparto está a su altura: John Heard como Kerouac y Nick Nolte como Neal Cassady. Tanto me gustó esta película que conseguí el póster en el Rastro de Madrid, y estuvo clavado en mi habitación durante bastantes años.

Ya les digo, las cosas cambian, y los gustos también. Y la verdad, tengo más ganas de volver a ver Heart beat que de releer On the road. Si la encuentran, no se la pierdan. Y si no han leído On the road, pues láncense, sobre todo los más jóvenes. Aunque ha pasado el tiempo, estoy seguro de que sigue siendo un libro imprescindible para ciertas edades, antes de que lleguen esos días en los que uno se da cuenta de que el alma le va pidiendo aparcar el coche. Pero, mientras tanto... carretera y manta.

jueves, julio 19, 2007

Fidelidad literaria

En el misterioso Canal 8 Madrid, del cual ya he hablado en alguna otra ocasión --pues uno se puede encontrar allí con cualquier película, desde obras maestras a saldos de Cine de Barrio- están emitiendo estos días El último viaje de Robert Rylands, película que ha pasado a la historia del celuloide español por motivos extracinematográficos: fue la primera cinta dirigida por Gracia Querejeta, y estaba basada en la novela Todas las almas, de Javier Marías. Pero el escritor consideró que la película no retrataba fielmente el espíritu de su obra, a pesar de que los Querejeta -Elías, padre de Gracia, era el productor- le habían prometido hacerlo así, y les demandó para exigir que se retirara su nombre de la película, así como cualquier referencia a que estuviera basada en una novela suya.

Que yo sepa, es el único caso en que un escritor ha presentado una demanda semejante. En España, sin ninguna duda, y puede que en cualquier otro país. Lo más curioso es que ganó, con lo que el resultado final de todo esto es una película que recuerda mucho a un libro de Javier Marías, pero que no está basada en ningún libro de Javier Marías. Poco debía de saber de cine el juez que dictó sentencia. Las adaptaciones cinematográficas que traicionan no sólo el espíritu del libro sino también su calidad, son legión (yo, sin ir más lejos, le tengo una manía especial a la adaptación de El nombre de la Rosa, que, opino, no sólo traiciona el espíritu del libro, sino que es malísima), y la mayoría de los escritores prefieren seguir la máxima del muy adaptado Arturo Pérez-Reverte: desde el momento en que has cobrado, te callas. Y si no, no haber vendido los derechos.

¿Creen que el mundo del cine no es consciente de los despropósitos que puede llegar a cometer? Sí lo es, y casi desde sus mismos comienzos. En 1936, cuando se encontraba a punto de emprender la filmación de Romeo y Julieta (1936), el productor Irving Thalberg contrató como asesor al doctor William Strunk jr, especialista en Shakespeare. Cuando este preguntó cuál iba a ser su cometido en la película, el magnate lo resumió en una sola frase:

- Intente proteger a Shakespeare de nosotros.

martes, junio 19, 2007

Estrellas invisibles


Ayer concluía la entrada sobre E.T. preguntando en qué escena de la película salía Harrison Ford. La verdad es que la pregunta, como se pueden imaginar, tenía truco. Es cómo preguntar en qué escena de Reencuentro (1983) aparece Kevin Costner. Porque, al parecer, Ford –a la sazón esposo de Melissa Mathison, guionista de la cinta– si filmó una escenita, eso que se llama un cameo, haciendo el papel de director del colegio donde va Elliott. Pero Spielberg pensó que el actor llamaría demasiado la atención, y la cortó en la sala de montaje.

En cuanto a Costner, si recuerdan Reencuentro, trata de ocho amigos que se reúnen un fin de semana para asistir al entierro de otro amigo, que se ha suicidado. En el reparto tenemos a William Hurt, Tom Berenger, Glenn Close, Jeff Goldblum… y Kevin Costner, que interpreta, precisamente, al amigo muerto, y que en un principio iba a aparecer en una serie de flashbacks. Pero Laurence Kasdan, el director, decidió que después de todo, su personaje no pegaba, y eliminó todas sus escenas. Eso sí, le compensó dándole un papel protagonista en su siguiente película, Silverado (1985).

Hay otros muchos casos de actores eliminados de la pantalla por obra y gracia del montaje. En 1982 Werner Herzog filmó Fitzcarraldo, la epopeya de un alemán –interpretado por Klaus Kinski– que se empeñó en fundar un teatro de ópera en pleno Amazonas. El rodaje fue tan largo, difícil e infernal como es habitual en Herzog, hasta que después de varios meses en la selva el coprotagonista de la película, Mick Jagger, abandonó, no está claro si porque tenía compromisos con los Rolling Stones, o porque acabó hasta las narices. Más recientemente, cuando Michelle Pfeiffer rodó la enésima película sobre profesor que llega a instituto conflictivo y tiene que enderezar a sus alumnos (Dios, cómo me aburre ese género), Mentes peligrosas (1995), contó con Andy García en el papel de su compañero sentimental. Finalizado el rodaje, Pfeiffer, que además de estrella era productora, decidió que su novio sobraba. Adiós, Andy.

Y luego están los casos en los que quien desaparece no es un actor, sino un personaje. En 1949, Joseph L. Mankiewicz quiso llevar a la pantalla la novela Carta a cuatro esposas. Cuando terminó el guión, se lo llevó al productor Darryl F. Zanuck, pero este lo encontró demasiado largo... Y por eso la película, al final, se tituló Carta a tres esposas.

martes, abril 24, 2007

Páginas de celuloide

En ocasiones, en este blog la actualidad se solapa. Ayer, por ejemplo, era el día del libro y pensé en escribir algo sobre el tema, pero no quería perder la oportunidad de hablar del artículo de Javier Marías (que a fin de cuentas, es escritor). Aunque no hay obligación de hablar de libros en un blog de cine, la verdad es que ambas disciplinas culturales llevan décadas andando de la mano. No se entiende una sin la otra. Y eso que las adaptaciones cinematográficas de novelas suelen ir acompañadas de polémica. Es el chiste de las dos cabras que se están comiendo un rollo de película, y le dice una a otra: “Pues, la verdad, me gustó más el libro”.

De novelas mediocres han salido buenas películas (El Padrino, Tiburón) y de buenas novelas, películas mediocres (El nombre de la rosa, Bajo el volcán). Lo que es inevitable son los recortes y modificaciones a que se somete una obra literaria para adaptarla a las necesidades del cine. Siempre faltarán cosas, y muchas veces el propio autor de la obra literaria no estará de acuerdo con los cambios. En el Hollywood clásico, el guionista Nunnally Johnson llegó a adaptar para la pantalla más de cien libros, y solía decir que, como consecuencia de ello, conservaba la amistad de menos de diez de los escritores con cuyas obras había trabajado.

Y por último, están las novelas que nunca veremos convertidas en películas, como Cien años de soledad; Gabriel García Márquez siempre se ha negado a vender sus derechos (Anthony Quinn intentó durante años hacerse con ellos), pues opina que es una novela por completo imposible de trasladar al cine... Y supongo que él debe saberlo mejor que nadie.

domingo, abril 22, 2007

Demasiado fuerte para Hitchcock

Se dice que en ocasiones la vida imita al cine, pero hay otras veces donde la vida imita a la vida. Lo digo por la noticia del catamarán que ha aparecido a la deriva en aguas australianas, sin rastro de sus tres tripulantes. Dentro del barco todo estaba en orden: la comida preparada, la mesa puesta, el ordenador conectado… pero la tripulación se ha volatilizado, y volatilizada sigue en estos momentos. Es como una repetición a pequeña escala de la leyenda del Mary Celeste, un buque bastante más grande que el actual, abandonado en pleno Atlántico a mitad del siglo XIX.

Como no podía ser menos, este tema de los barcos misteriosos a la deriva es de lo más apetitoso para los autores de ficción. En los años 50, el escritor Hammond Innes publicó The Wreck Of the Mary Deare, donde un carguero surca el canal de La Mancha con un solo hombre a bordo, que se ocupa de alimentar frenéticamente las calderas. Si me apuran, un buque con un solo tripulante es casi más enigmático que un buque abandonado. Hollywood se fijó en el libro, y uno de los primeros directores que consideró llevarlo a la pantalla fue Alfred Hitchcock. Pero tras trabajar un poco en el guión, se dio cuenta de que este tipo de historias no son demasiado recomendables: incluso podría decirse que son veneno para un cineasta.

¿Por qué? Según explicó el director británico a François Truffaut en su biblia El cine según Hitchcock, “Porque tiene un comienzo demasiado fuerte. Hay tal cantidad de misterio desde el principio que cuando hay que explicar, finalmente, ese misterio, se produce algo muy laborioso y que en ningún caso puede estar a la altura del comienzo. (…) Cuando comienzo a explicarlo todo, resulta bastante vulgar, y el público tiene derecho a preguntarse por qué no se le han enseñado los acontecimientos previos al comienzo del film”.

Hay que decir al final sí se rodó una película sobre la novela de Innes, que en España se estrenó como Misterio en el barco perdido (1959). Pero el director no fue Hitchcock, sino Michael Anderson. Los protagonistas, Charlton Heston y Gary Cooper. Y la solución del misterio, según parece (no la he visto, y me guió por referencias), en efecto resultaba bastante decepcionante después de un comienzo tan intenso. Hitchcock hizo bien en dejarla para dedicarse a Con la muerte en los talones.

¿Se acuerdan de aquella frase de Samuel Goldwyn: “Una película tiene que empezar con un terremoto y, a partir de ahí, ir hacia arriba”. Más fácil decirlo que hacerlo.

viernes, abril 13, 2007

Retoques

Hablábamos hace unos días de El diablo viste de Prada, y creo que tanto este su bloguero como los que se dignaron en dejar comentarios estuvimos de acuerdo en que la interpretación de Meryl Streep como directora mal bicho, y perdón por la redundancia, fue modélica. Solo tengo un pero: al final de la peli, el personaje de Anne Hathaway es admitida en The New Yorker… porque su antigua directora ha mandado una carta de recomendación. Es decir, tampoco era tan mala como parecía; incluso cabe decir que parecía dura, pero en el fondo, era un cacho pan. No sé si este detalle aparece también en la novela. A mí me huele a añadido de guión.

Es una paranoia que tengo desde que leí Aventuras de un guionista en Hollywood, donde William Goldman se explaya largo y tendido sobre las exigencias que hacen las estrellas antes de aprobar un guión. Nada, cambios sin importancia, pequeños retoques aquí y allá, pero que tienen todos una finalidad: eliminar aspectos negativos de su personaje. Tras leer ese libro, es imposible ver una peli con estrellona dentro y no empezar a pensar qué manipulaciones habrá exigido al sufrido guionista.

Hay una película emblemática de esta tendencia: Veredicto Final, de Sidney Lumet, uno de los mejores filmes de los 80, que a punto estuvo de convertirse en una chorrada comercial de esas que acaban siendo pasto de los viernes de Tele 5. Todo comenzó cuando los productores Richard Zanuck y David Brown compraron los derechos de una novela de Barry Reed sobre un abogado de tercera, fracasado y alcohólico, cuya carrera se reduce a aparecer en los entierros como si fuera amigo del difunto, para así ofrecer sus servicios a los familiares. Más bajo no se puede caer. Pero de repente le llega la ocasión de defender a una mujer que ha sido víctima de un caso de negligencia médica; es su última gran oportunidad para redimirse y demostrarse a sí mismo que todavía es un profesional y un hombre digno.

Es una historia llena de potencial, así que Zanuck y Brown le encargan el guión a una firma de primera: David Mamet. Y buscan un director: Arthur Hiller. Pero el guión de Mamet no les convence, así que encargan otra versión a Jay Preston Allen. Y entonces reciben una llamada de Robert Redford: está muy interesado en interpretar al protagonista. Pero el guión no le convence. Se va Allen, y entra el director y guionista James Bridges (El síndrome de China). Éste escribe, a lo largo de nueve meses, tres versiones del guión, y Redford las rechaza todas. ¿Por qué?

Porque lo que él quiere es rodar una película sobre un abogado que resuelve un juicio por negligencia médica, no sobre la redención de nadie. Y, desde luego, se niega a que su personaje sea un borracho y un mujeriego, porque eso dañaría su imagen de cara a sus fans. Además, quiere imponer a Sidney Pollack como director. Y Zanuck y Brown acaban prescindiendo de él.

Abreviando: la película se salvó porque de repente aparecieron -por separado además- el director Sidney Lumet y el actor Paul Newman, los dos muy interesados en rodar la versión de Mamet y en recuperar todas las complejidades del personaje. El resultado es una película sólida y dura, que le proporcionó a Newman una de sus numerosas nominaciones al Oscar.

Cuando pienso en lo que pudo haber pasado con esa película, es para echarse a temblar. Pensemos un poco: ¿Cuántas películas no ha hecho Redford donde interpreta siempre al mismo personaje, es decir, al profesional liberal, progresista, all-american y más majo que las pesetas? Afortunadamente, en este caso nos libramos de una, gracias a una estrella que no olvidó que también es un actor.