¿Qué se puede hacer un doce de octubre por la noche cuando uno ha decidido no salir de casa, el videoclub está cerrado, y el otro videoclub -donde tenía la tarjeta para la máquina de alquiler- ha clausurado sus actividades sin previo aviso y todo lo que queda de él son paredes vacías (menos mal que no tenía mucho saldo en la tarjeta)? Pues, como decía Hannibal Lecter, se tira de lo que hay en la nevera. Así es como acabé viendo El péndulo de la muerte (1961), que había comprado algunos meses atrás, y esperaba pacientemente su turno al lado del televisor.
El péndulo… es la segunda de las adaptaciones (bastante libres) que Roger Corman filmó sobre los relatos de Edgar Allan Poe. Aquí se han añadido muchos elementos: un viajero llega a un castillo en España para indagar sobre la misteriosa muerte de su hermana. Como la hermana en cuestión estaba casada nada menos que con Vincent Price, ya se pueden imaginar que las cosas se van a torcer un poco, sobre todo si tenemos en cuenta que la salud mental de Price ya anda delicadilla al principio de la película, y las cosas que pasan después no van a contribuir precisamente a calmarle los nervios. Añadamos a eso que vive obsesionado por el espectro de su padre, que respondiendo a los topicazos guiris sobre la España del siglo XVI era uno de los verdugos más crueles de la Inquisición, y que tiene el sótano lleno de material de trabajo. Y no les cuento más, no vaya a ser que no la hayan visto y les entren ganas.
Sorprende lo bien que aguanta la película, sobre todo si tenemos en cuenta que ya en su día se hizo con un presupuesto bastante ajustado. Aquí todo son decorados interiores, con la excepción de las vistas del castillo, situado al lado de un mar permanentemente embravecido como una metáfora visual de toda la turbulencia que aguarda dentro. Y unos actores magníficos, empezando por mi queridísimo tocayo Vincent Price y siguiendo por Barbara Steele, verdadero mito erótico del cine de terror de los 60, que se las arreglan para crear tensión sólo con lo que se cuenta y lo que se intuye. Sin (demasiada) sangre y con total ausencia de vísceras, consiguen meter la inquietud en el cuerpo del espectador a base de puro talento.
Y digo que sorprende, porque cada vez que veo un Corman de esta época me llama la atención su capacidad para que le cundieran unos presupuestos ridículos (aquí tienen una interesante entrevista con él). Unos años después, cuando España comenzó a filmar películas de terror, a cargo casi siempre de nuestro ínclito Paul Naschy, sólo consiguió verdaderos bodrios que hoy a lo que mueven es más a risa que a otra cosa.
Pero Corman sacaba de donde no había. Rodaba rápido, rodaba barato y sabía lo que quería. Dicen de él -y tendría que rebuscar de dónde saqué esa información- que en una ocasión aprovechó que aún tenía contratados a actores y decorados tras un rodaje para filmar otra película… en un fin de semana. Su explicación para semejante machada fue “bueno, queríamos ir a jugar al tenis, pero estaba lloviendo”.
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