jueves, noviembre 29, 2007

Concierto privado

Aquí donde me ven, fui uno de los afortunados en conseguir entradas para el concierto de Bruce Springsteen el pasado domingo en Madrid. No voy a decirles como lo logré, porque tendría que explicar dónde están enterrados los cadáveres… El caso es que es la cuarta vez que veo al Boss en directo y, probablemente, sea la que más me haya gustado. Una anécdota para los amantes de los cotilleos: Ramón Calderón. Qué hacía en ese concierto el presidente del Real Madrid es algo que escapa a mi comprensión. Llegó el tío de chaqueta y corbata, lo más indicado para un concierto de rock; mientras todos los demás estábamos pegando botes, don Ramón estaba como una estatua en su silla, consultando no se qué en su teléfono móvil. Y finalmente, a eso de los tres cuartos de hora de concierto, desapareció; no sé a dónde, pero me da que no fue a fumarse unos petas para darse marcha…

Ya les digo, el concierto fue una gozada, pero hubo otro concierto del Boss, este bastante más personal, que hubiera dado un brazo por ver.

Verán: mis gustos musicales son bastante variados, pero tengo tres ídolos personales e intransferibles: Frank Sinatra (heredado de mi padre, que lo ponía todo el santo día), Bob Dylan (heredado de mis hermanos, que son bastante mayores que yo) y Bruce Springsteen (este sí que es de cosecha propia). Y hubo una ocasión en que tocaron juntos de forma espontánea. Lo cuenta J. Randy Tarraborrelli en su magnífica biografía de Sinatra (publicada en España por Ediciones B). Todo empezó cuando Frank se aproximaba a su ochenta cumpleaños, y comenzó a hablarse de organizar un programa de televisión en su honor. El problema era que el cantante no quería saber nada del asunto; la idea le horrorizaba, y su mujer, Barbara, no sabía qué hacer para convencerle. Finalmente, decidió invitar a cenar a su casa Dylan y a Springsteen -que iban a participar en el programa- para ver si eran capaces de hacerle cambiar de opinión. Para mantener un aire más tradicional, también invitó a Eydie Gorme y Steve Lawrence.

Tal y como se esperaba de ellos, Dylan y Springsteen se pasaron dos horas echándole flores a Sinatra y diciendo lo mucho que su música había significado para ellos, para sus padres, para todo el país. Poco a poco, a medida que corría el Jack Daniels, Sinatra se fue ablandando. Cuando los tres estaban ya borrachos como cubas, Dylan y Springsteen se turnaron en el piano y se dedicaron a cantar canciones de Sinatra. Al final, cuando todo el mundo se fue, Frank dijo a su mujer: “Estos tíos son geniales, deberían venir más a menudo. Hay que invitar a casa a Bruce y a Bob por lo menos una vez al mes”. A lo que su mujer, estiradísima en todos los sentidos, contestó tajante: “por encima de mi cadáver”.

Ese es un concierto al que me habría encantado asistir. Y no me vengan con que la anécdota de hoy es más musical que cinematográfica: a fin de cuentas, estos tres han salido en el cine...

martes, noviembre 27, 2007

Perillanes

Ya tenemos encima la Navidad, incluso mucho antes de que sea Navidad. No sé si falta mucho para que empiecen con la campaña navideña en septiembre… Al final, cuando llega de verdad, uno está hasta las narices de tanta lucecita, tanta publicidad, tanto villancico y tanto turrón. Eso sí, por el camino tenemos cosas tan tradicionales como el anuncio de Freixenet, que este año va a correr a cargo de Martin Scorsese, nada menos. Y alejándose de las burbujitas de todos los años, ya nos han adelantado (por cierto ¿qué narices hacen los informativos de televisión convirtiendo en noticia un anuncio publicitario que, de todos modos, van a emitir?) que este año la trama es muy diferente: un homenaje a Hitchcock, nada menos, con asesinato, intriga y, por supuesto, brindis y botella de cava.

Así que tenemos a un clásico homenajeando a otro clásico. El director de Malas calles ha explicado que el traje que lleva el protagonista es una copia del de Cary Grant en Con la muerte en los talones. Sin embargo, sólo hay que verlo para darse cuenta por lo que hemos podido ver hasta ahora, el argumento recuerda sobre todo a la segunda versión de El hombre que sabía demasiado (1956), protagonizada por el otro actor fetiche de Hitchcock, James Stewart, y concretamente, a la escena cumbre, con el atentado durante el concierto en el Albert Hall.

Aunque es una película que en su día disfruté muchísimo, la verdad es que a mí Hitchcock se me ha caído bastante con los años. Y eso que, si fuese estudiante de cine, ver todas sus películas sería una obligación ineludible. En cada una se va a encontrar una innovación en el montaje, el enfoque, el uso de la cámara, la narrativa. Son escuelas de cine, todas ellas. El problema son los personajes. Hitchcock no fue una persona demasiado agradable ni, de acuerdo con sus biógrafos, demasiado… humana, para entendernos. Y esa falta de humanidad se nota en sus películas. El ser humano no le interesa, salvo para utilizar su psicología para sus propios fines. Por eso se le dan tan bien los psicópatas, y le queda tan desdibujada la gente normal. Hay excepciones, como la conmovedora historia de Cary Grant e Ingrid Bergman en Encadenados, pero ahí contó con la ayuda de Ben Hecht en el guión y la colaboración no oficial de Clifford Odets para las escenas de amor. Y, siempre, con actores inmensos, como Grant, Stewart, Montgomery Clift… capaces de tapar sin despeinarse cualquier agujero en su personaje.

Hitchcock abunda en anécdotas, eso sí, y precisamente hay una relacionada con El hombre que sabía demasiado, la película homenajeada por Scorsese. Recordemos que la trama gira sobre el intento de asesinato de un embajador; según cuenta Hitchcock en el clásico libro de François Truffaut, cuando realizó un casting para el papel, pequeño pero significativo, del diplomático, le llegó un montón de fotos de actores que podían hacerlo… y todos tenían perilla y aire aristocrático. Cuando entrevistó a algunos de ellos, todos le decían que habían hecho de embajador o de ministro en tal o cual película. Como no quedó muy convencido, encargó otro casting: pidió a sus ayudantes una fotografía de todos los embajadores extranjeros destinados en Londres… Y ni uno solo llevaba perilla.

Así que cogió a un señor regordete y calvo, que era un reputado actor de teatro de Dinamarca. Y es que, por mucho que las películas nos hayan hecho creer lo contrario, los embajadores no llevan perilla, los detectives no llevan gabardina (los periodistas tampoco, se lo aseguro), y los malos no se retuercen las puntas del bigote.

miércoles, noviembre 21, 2007

"¡NO ME ADMIRE MÁS!"

Pues mire, don Fernando, ahora que ya no está usted con nosotros, y por lo tanto no puede pegarme uno de sus gritos mayestáticos (aunque, con esa voz que Dios le dio, sospecho que podría hacerse oír desde el más allá, si le diera la gana), siento decirlo, pero le voy a seguir admirando. Llevo haciéndolo muchos años porque, no se cabree, motivos no faltan: como director se lleva usted en la faltriquera, por lo menos, dos obras maestras: El extraño viaje (1964) y El viaje a ninguna parte (1986). Como escritor, tiene unas magníficas memorias y una de las obras de teatro más aclamadas de los últimos treinta años, Las bicicletas son para el verano (1982). Como actor, qué le voy a decir; es que las entradas de este blog tienen una extensión limitada… Ah, y no se me olvidan cosas como las series El Pícaro y Juan Soldado, verdaderos tesoros en aquella TVE donde ya se empezaba a oler a transición. Claro que también quedan por el camino interpretaciones en películas mediocres (las películas; a usted no le recuerdo mediocre jamás), algunos fallos garrafales como realizador (Fuera de juego (1991), sin ir más lejos), y una trayectoria como novelista a veces manifiestamente mejorable… Y, si me lo permite, en los últimos años, un cierto empeño en granjearse una curiosa reputación como energúmeno. Nadie es perfecto; ya lo dijo aquél.

Supongo que los periódicos de mañana se desharán en sesudas alabanzas al talento de este genial actor, director, escritor y cascarrabias, pero yo me voy a conformar con meter aquí una anécdota sobre él. Inédita, además, porque no se ha publicado en ninguna parte: esta me la contó un músico profesional que trabajó con él hace unos años en la banda sonora de algunas de sus películas. Las sesiones de trabajo solían celebrarse en la propia casa de Fernán-Gómez que, por lo demás, era un estupendo anfitrión… salvo por un pequeño detalle.

La cuestión es que, cuando ya llevaban un rato ahí, Fernán-Gómez interrumpía el trabajo para traer algo al personal. ¿Qué les apetecía, un cafetito, un te, un whisky…? Aquí estaba el truco. Si había más de uno que se apuntaba a tomarse un copazo, don Fernando sacaba un Ballantine’s, un J & B… es decir, un blended normal y corriente. Pero si nadie más quería whisky, entonces lo que sacaba era su pedazo de reserva de doce años, sabedor de que podía degustarla sin competencia. Todo fue más o menos bien, hasta que una tarde un músico que estaba trabajando con él le dijo: Oye, ¿sabes que me está apeteciendo a mí también un whiskycito, viendo lo a gusto que te lo estás tomando tú…? Así que Fernán-Gomez tuvo que ver con horror creciente como la sesión de trabajo se alargaba y el nivel de consunción del doce años bajaba de manera apreciable… Hasta que, por fin, no pudo más, se levantó y pretextando no sé muy bien qué excusa, puso a los músicos en la bendita calle.

Así que descanse usted en paz, don Fernando, que seguro que en el Cielo hay barra libre y etiqueta negra en abundancia. Vamos, es que como no la haya, me temo que le van a oír...

domingo, noviembre 18, 2007

"¡Americanoooos...!"


La verdad, a un servidor le gustan los aniversarios como a cualquiera (de hecho, este blog se nutre abundantemente de ellos), pero el que se ha celebrado esta semana ha sido de lo más rarito: 55 años del rodaje de ¡Bienvenido, Mister Marshall!. ¿55? ¿Y por qué no 54? ¿o 56? A ver si va a ser por aquello de la rima, porque si no, otra explicación no encuentro. Bueno, da igual: como en Guadalix de la Sierra, pueblecito donde se rodaron los exteriores, se han vuelto a engalanar (aunque no tanto como entonces) para celebrar este aniversario de rima fácil, vamos a hablar un poco de uno de eso que se suele denominar un clásico con mayúsculas, en este caso con todo merecimiento. Cada persona que la haya visto tendrá, probablemente, su momento favorito: el mío es el de la arenga de Don Cosme, el cura del pueblo, sobre la panda de pecadores que acecha en el país de las barras y estrellas:”Hay cuarenta y nueve millones de protestantes, cuatrocientos mil indios, doscientos mil chinos, cinco millones de judíos, trece millones de negros y diez millones de… nada”.

¡Bienvenido, Mister Marshall! abunda en anécdotas, alguna de las cuales consiguió dar al entorno de la película un tono más berlanguiano que la propia cinta. La más conocida tuvo lugar en el Festival de Cannes (donde se presentó a concurso y consiguió una Mención Especial del Jurado, algo muy a tener en cuenta en la paupérrima proyección internacional de que gozaba nuestro celuloide por aquel entonces) y la culpa la tuvo el actor Edward G. Robinson, miembro del jurado de ese año, que se escandalizó al ver un plano con una banderita de Estados Unidos arrastrada por la lluvia hasta una alcantarilla: aquello era un insulto, un agravio, una agresión directa a su país. La cosa tenía su explicación: Robinson había estado bajo la lupa del Comité de Actividades Antiamericanas, que le habían puesto en su punto de mira, como a tantos otros, por presunto simpatizante izquierdista. A consecuencia de ello, quedó tan escocido que no perdía ocasión de manifestar su patriotismo a la menor oportunidad.

El de Robinson no fue el único incidente protagonizado por la película en Cannes: como maniobra publicitaria, a la productora no se le ocurrió otra cosa que inundar Cannes con billetes de dólar que llevaban impresos los rostros de José Isbert y Lolita Sevilla… con la consecuencia de que director y productores acabaron en la comisaría acusados de falsificación. La cosa, afortunadamente, no pasó de un susto. Otro más.

Y la tercera anécdota tuvo lugar en Madrid, cuando llegó a España el nuevo embajador norteamericano, en un momento en que estaban a punto de firmarse los tratados internacionales entre la dictadura franquista y el gobierno de Truman. Y de repente, el buen señor, cuando entraba en Madrid por la carretera de La Coruña, se topó con una pancarta que la cruzaba de lado a lado donde se leía la frase “¡Bienvenido, Mister Marshall!”. Inmediatamente pidió una explicación al Ministerio de Asuntos Exteriores, y como consecuencia los responsables de la película tuvieron que aclarar las cosas en la Dirección General de Seguridad.

Con estos antecedentes, está claro que la fama de provocador que ha arrastrado siempre Luis García Berlanga no le viene de nuevas.

viernes, noviembre 16, 2007

Sembrao

No me resisto a incluirles hoy este párrafo glorioso que me he encontrado en el número de noviembre de Dirigido Por... Lo firma Alejandro G. Calvo y es el final de su crítica de la película de Icíar Bollaín Mataharis, a la que ha tratado con un cariño similar al que recibiría Lewis Hamilton entrando en una sidrería. Pero no se queda ahí:

“Atendiendo entonces a recientes lamentables producciones nacionales -Siete mesas de billar francés (Gracia Querejeta), Las trece rosas (Emilio Martínez-Lázaro), Salir pitando (Álvaro Fernández-Armero) ¿Y tú quién eres? (Antonio Mercero)- y aprovechando el auge del cine de terror -particularmente (Rec) de Jaume Balagueró y Paco Plaza- se podría decir sin riesgo a equivocarse que el panorama cinematográfico español es realmente terrorífico”.

Párrafo polémico do los haya, y por eso lo pongo hoy aquí. Bueno, por eso y porque, como decimos en mi pueblo, el amigo G. Calvo ha estado sembrao. Independientemente de que tenga razón o no. Pero para eso están ustedes.

jueves, noviembre 15, 2007

Que no se mueran los feos

El pasado día 11 murió Delbert Mann, director cuya mayor parte de su carrera está enterrada en la televisión, donde se encargó de la realización de innumerables telefilmes y episodios de series. Hizo unas cuantas películas, también, algunas tan apreciables como Mesas separadas (1958), que le supuso el Oscar al mejor actor a David Niven. Pero, sobre todo, se le recuerda por Marty (1955), un título semiolvidado hoy (y eso que está en DVD), que en su día supuso una pequeña revolución, además de arrasar en la ceremonia de los Oscar de ese año.

La historia de la realización de Marty tiene más de hollywoodiense que su propia trama. La película narra la historia de amor entre un carnicero del Bronx y una profesora de instituto, dos personajes solitarios, sin encanto, sin glamour, gente completamente normal, como la que uno se cruza en la calle a diario, es decir, algo absolutamente opuesto a lo que era la línea clásica de Hollywood por aquel entonces. Siempre se ha especulado con que los productores de la cinta, Harold Hetch y el actor Burt Lancaster, decidieron filmarla convencidos de que perdería dinero y podrían utilizarla para deducir impuestos. Tanto si esa historia es verdad como si no, lo cierto es que no se gastaron mucho: 350.000 dólares, un director novato en cuestiones de cine -Mann- y, como protagonista, un actor secundario conocido sobre todo por sus papeles de mala bestia en De aquí a la eternidad y Conspiración de silencio: Ernest Borgnine.

Y sonó la flauta, como suele decirse, quién sabe si por casualidad. Estrenada en un principio en el circuito de salas de arte y ensayo, corrió el boca a boca y el público comenzó a abarrotar los cines. Un público compuesto no precisamente por intelectuales, sino por gente de la calle, trabajadores normales y corrientes, que de repente se encontraron con una historia donde su vida y su mundo quedaban retratados con fidelidad y con cariño. Hubo muchos carniceros también, claro. De hecho, Borgnine fue premiado por el Sindicato de Carniceros del Distrito de la Bahía de Santa Mónica por interpretar “a los carniceros de América como miembros amistosos, humildes, sinceros y dignos de la raza humana”. No fue el único premio para el intérprete: ese año se llevó a su casa el Oscar al Mejor Actor, venciendo a James Cagney, James Dean, Frank Sinatra y Spencer Tracy; Delbert Mann ganó como Mejor Director, y Marty como Mejor Película. Fuera de Hollywood, también se convirtió en la primera película americana en ganar la Palma de Oro en el Festival de Cannes.

Casi nada. Y, si quieren mi opinión, todo ello se debió a la decisión de colocar en el papel de Marty a Borgnine, un gran actor, pero feo como un tito, que además todavía no era una estrella en el momento en que hizo la película (después, las cosas cambiaron). Se me viene a la memoria otra peli, esta de 1991, que tenía una trama relativamente parecida: Frankie and Johnny, donde se nos cuenta la historia de amor entre un cocinero y una camarera de una cafetería neoyorquina, también gente anónima, normal y corriente. En el cine, fueron interpretados por Al Pacino y Michelle Pfeiffer; y cuando la ví, aunque el trabajo de ambos era excelente, no podía quitarme de la cabeza que eran estrellas de cine multimillonarias interpretando a dos perdedores; y no me lo creía. Por contraste, la obra teatral en la que la cinta está basada fue representada en Broadway por F. Murray Abraham y Kathy Bates. Ese es el reparto que a mí me hubiera gustado ver.

martes, noviembre 13, 2007

"¡Todos iguales para mí seréis...


…trece, catorce, quince y dieciseís!". Y con estas inmortales líneas de La venganza de Don Mendo damos comienzo a la entrada de hoy, martes 13 de noviembre. A mí, la verdad, esta fecha no me dice ni fu ni fa, como el resto de las supersticiones. ¿Quiere decir que toda la humanidad, lo que se dice toda, va a tener en el día de hoy una suerte perra? Pues tampoco, porque, entre otras cosas, no entiendo porque nosotros tenemos mala suerte los martes y trece, y los yanquis los viernes que caen en la misma fecha. Para mí, la mayor desgracia del viernes y trece son toda una serie de películas a cual más repugnante. En cuanto a nuestro martes y trece, pues me acuerdo de lo de todo el mundo; de la empanadilla. Y no, ni me preocupan las fechas fatídicas, ni los gatos negros, ni la sal derramada, ni los espejos rotos. Ni, por supuesto, los horóscopos; los Tauro somos muy escépticos.

Pero claro, si nos acercamos al mundo de las estrellas, la cosa cambia. Me ha dado por buscar supersticiones, y debe de ser por la personalidad, digamos, volatil, de muchas de ellas, por el miedo a perder la posición privilegiada por la que tanto han luchado, por lo que hay algunas que abundan en manías y miedos de lo más variado. Con la ayuda del imprescindible libro de Coral Amende Hollywood Confidential y otras fuentes, he pensado en celebrar el día de hoy con una pequeña selección. Vamos allá:

John Garfield. Uno de los mejores actores que hayan aparecido en la historia del cine negro o, simplemente, en la historia del cine. Su amuleto era un par de zapatos viejos, que aparecen en alguna escena en todas sus películas.

Danny Aiello. Amuleto. Una moneda bendecida por el Papa Juan Pablo II.

Edward G. Robinson. Amuleto. Un dólar de plata.

Patrick Swayze: Amuleto. Un cetro tachonado de joyas que él llama “mi varita mágica” y que, según parece, se lleva a todos los rodajes y obliga a todo el mundo a tocarlo para crear en el plató un ambiente de paz espiritual y buen rollito.

Luis García Berlanga: Superstición. Mondadientes (según su biógrafo Antonio Gómez Rufo); lo hace por tener siempre a mano algo de madera para tocar en caso de necesidad, una manía que, al parecer, comparte con Martin Scorsese.

Truman Capote: Supersticiones. Todas. En el libro Conversaciones íntimas con Truman Capote, el periodista Lawrence Grobel le preguntó por ellas. Para abreviar, la respuesta fue: “¡Recite la lista entera, y vamos a olvidarnos!”.

Y luego tenemos casos como el de la película El ojo del diablo, dirigida por J. Lee Thompson en 1966, y protagonizada por David Niven y Deborah Kerr. En un principio se iba a titular Trece, pero los productores pensaron que les daría mala suerte en taquilla y decidieron rebautizarla. Les sirvió de poco… ¿Alguien se acuerda de ella?

domingo, noviembre 11, 2007

De clásicos con los "populares"

Mis noches de fin de semana son cada vez más raras últimamente. La del último sábado la pasé en la COPE, donde fui como invitado al programa La luna de COPE por razones que no tienen nada que ver con este blog, y por tanto se las ahorro. Pero es cierto que, si el mundo es un pañuelo, las tertulias de la radio lo son más todavía, y a mí me tocó sentarme al lado de un chaval con marcado acento de Cádiz que había escrito un libro sobre cine. Me lo presentaron como Jose Manuel, pero en cuanto vi su nombre completo me sonó la campanilla: Jose Manuel Serrano Cueto, que dio la casualidad de que apareció en este blog de guest star con motivo de la publicación de su exhaustivo libro Horrormanía. Enciclopedia del cine de terror. Me presenté, le hablé de mi blog (sorpresa; lo conocía) y luego, como hubiera dicho Umbral, pues pasamos a hablar de su libro.

Lo de este chico es grave, la verdad. Además de hacerse este tocho imprescindible para los amantes del cine de escalofrío y tentetieso, ahora reincide con otro volumen, pero mucho más específico: De monstruos y hombres. Los reyes de la Universal (Editorial T & B, Madrid, 2007), dedicado a los grandes nombres clásicos sin los cuales el cine de terror no sería lo que es hoy. Boris Karloff, Bela Lugosi, Lon Chaney jr., desde luego, pero también Colin Clive, John Carradine, Elsa lanchester... y, espero, (no tuve tiempo de ver si salía o no, pero seguro que no se le ha pasado) Jack Pierce, el jefe de maquillaje del estudio, responsable de aquellas creaciones que ponían los pelillos de punta a los espectadores de los años 30.

De lo que no estoy tan seguro es de que sigan teniendo tanto efecto en los espectadores de hoy. Pero, paradójicamente, eso fue, según me contó, lo que le llevó a escribir el libro: la necesidad de que la gente joven conozca los clásicos. “Porque hay mucha gente que me dice que les encanta el cine de terror”, me contaba. “Pero lo más antiguo que conoce es La noche de los muertos vivientes”.

Se podrá argüir que estas películas se han quedado más viejas que un chiste de calendario, y que, teniendo en cuenta todo lo que ha avanzado el genero, más que miedo dan risa basilisa. Pero también lo es que la necesidad de conocer los clásicos es básica en cualquier género artístico -y el cine, muchas veces, lo es- por el que se sienta un mínimo interés. Además de que ese envejecimiento de las pelis, a poco que se rasque, es bastante relativo: ¿Se ha superado hoy la sensibilidad y la poesía de La novia de Frankenstein? ¿Y cuántas películas hay más estremecedoras que La parada de los monstruos?

A la hora de admirar el cine actual, no se deberían despreciar los cimientos en los cuales se basa. Este libro puede ser una buena manera de empezar, aunque, desde luego, nada como ver las películas originales. Que si no, acaba pasando lo que le sucedió a Peter Bodganovich cuando estaba dirigiendo una película y le indicó a un joven actor que repitiera una toma “con más clase, más soltura… como Cary Grant”. La respuesta del actor fue, desde luego, estremedora: “¿Como quién?”

miércoles, noviembre 07, 2007

Trepa que trepa que trepa...

Bueno, pues esta semana ya han sacado la edición en DVD de Spiderman-3. ¡Hasta seis formatos distintos!. Disco sencillo, disco doble, disco triple, con más extras, con menos, yo qué se. Demasiada fanfarria para una película que es la más floja de las tres producidas hasta ahora, y un buen ejemplo de cómo hasta a las franquicias más rentables les viene bien una temporada de descanso.

El caso es que yo me estaba acordando de que esta multimillonaria serie de la Sony no es la primera en llevar al cine al trepamuros. En los años 70, la televisión americana emitió una serie de telefilmes, realizados con más voluntad que buenos resultados. El episodio piloto, y algunos episodios dobles, fueron estrenados en España como películas de cine, una práctica más habitual de lo que parece en los años 70. Y fíjense, que recuerdo en mi más o menos tierna infancia, habérmela tragado en un cine de Madrid que estaba lo que se dice petao, lleno hasta la bandera, de chavales a los que les importaba un pito la cutrez del argumento y la hipercrutez de los efectos especiales, con tal de ver por primera vez en imagen real a un personaje que llevábamos años leyendo en los tebeos de la desaparecida editorial Vértice. En el esforzado papel protagonista no estaba Tobey Maguire, que por lo demás yo creo que no había ni nacido por aquel entonces, sino un tal Nicholas Hammond, del que nunca más se ha vuelto a saber gran cosa.

Los que hayan crecido en la revolución digital pueden encontrar aquella adaptación chocante, e incluso grotesca. Pero a mí me encanta recordar que algún día fuéramos capaces de tragarnos y sumergirnos en una versión tan simplona, a falta de algo mejor. Aquí les dejo unos minutillos del episodio piloto; a ver si son capaces de aguantarlos.

Después del The End

Hablábamos aquí hace unos días de la muerte de Deborah Kerr. Hoy toca hacerlo de la de su marido, el escritor Peter Viertel. Uno de tantos europeos (nació en Alemania) cuya familia emigró a Estados Unidos huyendo del nazismo, dedicó toda su vida a ese trabajo, tan duro como gratificante, que es aporrear las teclas de la máquina o del ordenador esperando que de ahí salga algo que merezca la pena dar a leer a los demás. También tuvo tiempo para su otra gran pasión, el surf. Y para casarse con Kerr en 1960 y permanecer a su lado 47 años.

De Viertel he hablado en alguna otra entrada de este blog. Hace años le entrevistaron en su casa de Marbella para un suplemento dominical, y me llamó la atención lo que las fotos dejaban entrever de su entorno; se adivinaba una habitación con mesa, libros, periódicos y muchos papeles, donde iba poco a poco fabricando sus obras. La luz natural que iluminaba la imagen daba la idea de una estancia luminosa, donde el sol llega multiplicado por la proximidad del mar. La tabla de surf, nos explicaba el periodista, no estaba lejos. Y de la lectura del reportaje se desprendía la imagen de un señor al que los años le habían acabado permitiendo tomarse la vida con calma, entre horas de escritura, ratos de surf y paseos a la tienda de la esquina a por el periódico, como otros tantos jubilados alemanes e ingleses que vienen a pasar unos últimos años apacibles rodeados de buen clima. Confieso que terminé de leer la entrevista con una profunda envidia.

Hoy no le siento envidia ninguna, sino admiración; al parecer, llevaba tiempo mal, con una de esas enfermedades que no queremos ni mencionar los que hemos perdido por ella a amigos o parientes. Fiel a su reputación de tipo duro, que para algo se las había visto en los rodajes con Huston y Bogart, aguantaba, sabiendo que no podía dejar sola a su esposa, a la que el Alzheimer, por su parte, le estaba comiendo poco a poco la memoria de cuarenta años de vida en común. Y ha sido tras su muerte cuando él ha tirado la toalla, pensando quizá que la soledad y la enfermedad iban a ser una carga demasiado dura. O, sencillamente, que sin su mujer ya no valía la pena seguir resistiendo.

Muchas veces nos hemos preguntado qué ocurre con los protagonistas de una película después del cartelito de The End. En este caso, ya lo sabemos: la película se alargó durante cuarenta y siete años y, si existe otra vida, puede incluso que esté en camino una secuela infinita. Aquí las dejo la portada de su última novela, publicada hace sólo unos meses. Por si les apetece.

lunes, noviembre 05, 2007

¿Son o no son?



Un asiduo de este blog (algunos hay) me preguntaba el otro día por qué no metía nunca entradas sobre dibujos animados. La verdad es que no había caído en la cuenta; supongo que es porque intento que los posts tengan un mínimo enganche con la actualidad, y hasta el momento no se había prestado ninguno. Pero miren, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, o que acaban de sacar una edición en DVD El libro de la selva, voy a meter un rollete sobre ella, en el que intentaré aclarar algún malentendido.

El libro de la selva suele ser la película de Disney preferida incluso por aquellos a los que no les gustan las películas de Disney. Lo cual no quiere decir que sea la mejor; de hecho, tiene bastantes fallos si la comparamos con obras maestras como La bella y la bestia (1991). Pero, desde luego, es la más simpática. Si se ve en versión original (algo recomendable para TODAS las películas, pero muy especialmente para las de dibujos), uno se encuentra con tesoros como Louis Prima poniendo su voz inconfundible al Rey Louie (en I wanna be like you, una de las mejores canciones que ha salido nunca de la casa Disney) y con aquel gran, grandísimo actor llamado George Sanders, especializado en poner su magnífica dicción británica (nació en Rusia de padres ingleses) en personajes cínicos, inmorales y aristocráticos, y al que aquí se escogió para que diera voz al malvado tigre Shere Khan.

Y luego, están los buitres, que es el tema principal de este post. Recordemos que El libro de la selva se estrenó en 1967, hace cuarenta años, en una época en que cierto cuarteto de Liverpool estaba haciéndose, en palabras de uno de sus integrantes, “más famoso que Jesucristo”. La influencia de los Beatles se dejaba notar por todas partes por aquel entonces, y de repente, en medio de esta película, nos encontramos con cuatro buitres con melenas que no dejan de tener un cierto aire… Si los buitres de El libro de la selva son o no una caricatura de los Fab Four ha surgido en muchas conversaciones más o menos cinéfilas durante años.

Pues la respuesta es no.

El libro de la selva es la última película en la que Walt Disney estuvo involucrado personalmente; de hecho, moriría antes de verla terminada (y no, no le congelaron; que uno tenga que seguir repitiendo ciertas cosas...). Pero, de acuerdo con algunos informes, el equipo de animadores sí jugó con la idea de convertir a los buitres en caricaturas directas de los Beatles. Disney se negó en redondo, argumentando que en pocos años la gente se olvidaría de los músicos y la caricatura no tendría ningún sentido; y él intentaba siempre que sus películas fuesen atemporales. Así que los pajarracos se parecen un poco… Pero no del todo.

La verdad es que Disney no andaba desencaminado. Se equivocó pensando que los Beatles iban a pasar de moda tan pronto, pero aunque su música sigue vigente (y que dure), es cierto que las nuevas generaciones ni conocen la pinta que llevaban entonces, ni les importa. Y la mejor prueba de que hizo bien está en Aladdin (1992), una magnífica película que se ve lastrada por las imitaciones que hace el Genio (es decir, Robin Williams) de algunos actores de Hollywood entre los que se cuenta ¡Rodney Dangerfield!. ¿Alguien, americano o no se acuerda de este tío?

P. D. La película El libro de la selva tiene muy poco, o nada, que ver con la obra original de Rudyard Kipling. Pero quien no se haya leído aún este libro, uno de los más hermosos que se hayan escrito jamás, ya se puede ir corriendo a la librería más próxima, y que no le vuelva a ver yo por aquí hasta que se lo acabe.

jueves, noviembre 01, 2007

El difunto en el sillón

Lo dije el año pasado y lo repito este: Halloween me toca las narices hasta puntos insospechados. No creo que nadie me pueda acusar de antiamericano, pero una cosa es no tener prejuicios hacia Estados Unidos y otra muy distinta las tragaderas de pitón que estamos mostrando hacia la colonización cultural. ¿Qué es eso del Jalouin, por el amor de Dios? ¿Desde cuándo nos ha dado por usar las calabazas para otra cosa que no sea comérselas? ¿Y quién fue el anormal sin la más mínima idea de inglés que colocó en las películas esa tontería del “truco o trato”? Por si algún encargado de doblaje de películas yanquis se lee esto, que sepa que “trick” se puede traducir por “travesura”, y “treat” no significa “trato“, sino “golosina”. Puestos a hacer el gil del candil, hagámoslo bien.

Lo siento, pero para estas cosas, en casa somos más españoles que Don Pelayo. Aquí, buñuelos, huesos de santo y el Tenorio, como manda la tradición. Y, como la tradición de este blog también manda colocar en él anécdotas de cine, les voy a contar una que no tiene nada que ver con el Jalouin ese, pero sí con los difuntos.

Como historia tiene una autoría un poco difusa, ahora verán por qué, pero su protagonista es uno de los galanes legendarios de la historia del cine: John Barrymore. Por desgracia, además de ser un enorme actor, era también un enorme alcohólico, y su hígado le acabó fallando en 1942, a los 60 años de edad. Antes de morir, pasó unos días en casa de otro actor con tendencias autodestructivas, Errol Flynn, con quien le unía una gran amistad. En la víspera de su muerte, algunos amigos de Flynn sobornaron a un empleado de la morgue, sacaron el cuerpo de Barrymore, lo llevaron a casa de Flynn y allí lo dejaron sentado en un sillón, en la pose más natural posible. El alarido de Flynn cuando entró en el salón y se encontró con el cadáver de su amigo, mejor ni se lo cuento. El actor confesó no haber podido pegar ojo en toda la noche.

Que la bromita es de un gusto manifiestamente mejorable está claro; no lo está tanto quiénes fueron los autores. Paul Henreid dijo en una ocasión que la idea la tuvo Peter Lorre durante el rodaje de Casablanca, y que contó con la ayuda de Humphrey Bogart y dos amigos más. Henreid incluso confesó haber puesto el dinero para sobornar al empleado del depósito, pero negó haber participado activamente en la broma. Lo que hace esta versión poco creíble es que Bogart y Barrymore no eran amigos, sino más bien todo lo contrario. Más fiables son las fuentes que atribuyen la autoría de la broma a otro amigo de Flynn, el director Raoul Walsh: su autobiografía, algunas biografías sobre Walsh y la autobiografía del propio Flynn.

Pero es buena broma para el día de difuntos, ¿eh? A mí me recuerda la famosa frase de Gila: me habéis matao a la hija, ¡Pero me he reído…!