viernes, marzo 30, 2007

Noche de clásicos

Lo de la TDT es a veces para fliparlo en colores. O en blanco y negro, que es lo que me pasó a mí anoche. De repente, a eso de las diez, es decir, en pleno prime time, me meto en el canal 8 Madrid y veo que están pasando ¡El chico! (1920) de Chaplin. Ya sé que en este canal uno se puede encontrar con películas de lo más raro, pero meter una de cine mudo un jueves en horario de máxima audiencia… Bueno, pues si no querías caldo: termina la de Chaplin y con un par nos sueltan El acorazado Potemkin (S. M. Eisenstein 1925).

Confieso que me metí una buena ración de Potemkin antes de irme a la cama. Pero es que la película se deja ver sola, y no solo es que no haya envejecido, es que si no fuera por el hecho ineludible de que es muda, uno podría pensar estar viendo una película filmada diez, veinte años después, tanta es la modernidad de su estructura y la facilidad con que la sucesión de planos maestros, impactantes, nos va llevando por su historia sin que podamos apartar los ojos de la pantalla. No sólo ha sobrevivido al tiempo, sino también a su propia mitología, que en España se tradujo en aquellas proyecciones semiclandestinas de finales del franquismo, con mucha barba y mucha trenka, mucho humo de ducados y bisontes llenando la habitación, y el inevitable cineforum (nunca menos de dos horas) que seguía a la película, fuertemente impregnado de sociología y marxismo teórico y que yo creo que tenía que dejar peores secuelas que una resaca de pippermint.

Es curioso que dos de las películas que probablemente más hayan hecho por definir el lenguaje cinematográfico representen ideologías contrarias, aunque igualmente rechazables: el Potemkin es una glorificación del comunismo y el régimen soviético, que tantas bendiciones trajo a quienes disfrutaron de él (sobre todo a los que quedaron vivos); y El nacimiento de una nación (David W. Griffith), filmada diez años antes, es una apología del racismo y de aquellos chicos tan simpáticos del Ku Klux Klan, que si no fuera por ellos a ver si se nos iban a desmandar los trabajadores a jornada completa del cafetal. Pero las cosas son como son, o fueron como fueron, y el mundo ha avanzado lo bastante desde entonces como para que, al volverlas a ver, dejemos a un lado la ideología y nos limitemos a disfrutar del talento.

Aunque alguna inexactitud histórica hay por aquí: en la vida real, cuando los soldados cargaron contra el pueblo en las escaleras de Odessa, lo hicieron subiendo las escaleras, y no bajándolas.

miércoles, marzo 28, 2007

Repetirse para nada

Hablaba yo en este blog hace un par de días de la afición de Hollywood a estirar una película de éxito hasta la saciedad con una ristra de continuaciones (véase “Indigestión” un poco más abajo), y un lector me hizo llegar un comentario sobre la fiebre de los remakes, que tampoco es manca. Dije entonces –y lo repito ahora– que dentro del submundo de los remakes hay una variante especialmente hiriente: cuando alguien tiene las narices de rodar de nuevo una obra maestra. Y un caso aún peor: cuando su nueva versión no aporta absolutamente nada con respecto a la anterior.

En los últimos años hemos tenido dos ejemplos donde el absurdo ha llegado al límite: me refiero a las nuevas versiones de Psicosis (1998, Gus Van Sant) y La Profecía (John Moore, 2006). No se trata de que no aporten nada, es que, por así decirlo, ni siquiera existen, puesto que lo que hacen es copiar plano por plano las películas originales. Van Sant llegó a tener durante el rodaje un DVD de la versión original de Hitchcock para usarla “como referencia”, esto es, para asegurarse de que su versión y la original no diferían absolutamente en ningún detalle.

Cualquier aficionado al cine puede preguntarse qué necesidad hay de estas repeticiones; lo peor es cuando le responden. Porque, durante una rueda de prensa, cuando a un ejecutivo de la Fox le preguntaron el motivo de volver a rodar La profecía su contestación fue: “Para que las nuevas generaciones puedan tener acceso a la película”.

Acabáramos. Uno pensaba que, antes de que se volviera a rodar, ya existía un completo acceso a la película, a la original quiero decir, a través de emisiones en televisión, reestrenos, o incluso una estupenda edición en DVD que puede comprarse, creo, por unos diez euros. Lo peor de esta contestación es que parece asumir que las nuevas generaciones, por sistema, no muestran el menor aprecio por un clásico a menos que se lo ofrezcan con Dolby Digital y actores jóvenes, que puedan reconocer. Que las películas no son vehículos de expresión cultural que sigan vigentes diez, veinte o treinta años después de su estreno, sino productos con fecha de caducidad, pasada la cual se quedan enmohecidas e intragables, como una lata de mejillones; y por si fuera poco, esta frase la ha pronunciado una persona que trabaja en la industria del cine.

Pues nada, de acuerdo con esa idea, esta noche en TCM echan el Julio César de Mankiewicz, pero ¿Para qué verla? Si está más pasada que el charlestón. Mejor nos esperamos a que la calquen enterita, en una nueva versión con Colin Farell…

lunes, marzo 26, 2007

En pleno rostro

En el Vanity Fair de este mes (la edición americana; la española aún tardará un poco en llegar, y habrá que ver cómo les sale) me encuentro con un artículo dedicado al 50 aniversario de una de mis películas favoritas, Un rostro en la multitud, de Elia Kazan. La historia de un vagabundo con guitarra que, merced a los poderes mágicos de la televisión, desarrolla un carisma irresistible para el público y acaba convertido en una figura de la comunicación que se vende conscientemente a las fuerzas más reaccionarias del país, está pidiendo a gritos una buena edición en DVD para que podamos recuperarla y ver cómo no ha perdido un ápice de su fuerza satírica. Antes la echaban con cierta asiduidad en la tele; pero esta lección con mayúsculas de cine -y de unas cuantas cosas más- anda últimamente algo perdida.

Siendo una película de Kazan, el reparto, como no podía ser menos, está alicatado hasta el techo. Lomesome Rhodes, el vagabundo convertido en estrella, es la elección que más me sigue sorprendiendo hoy: lo interpretó Andy Griffith, un cómico televisivo con un físico, para mi gusto, algo desagradable (sin bromas, le encuentro un aire a Pedro Ruíz) pero que consiguió una interpretación que tira de espaldas; aún hoy no se me ocurre nadie que pueda superar lo que hizo. Además, estaban Walter Matthau (que tuvo a su cargo el estremecedor parlamento del final), ese encanto de mujer que era Patricia Neal, una jovencísima Lee Remick, y Anthony Franciosa. Este actor se haría luego bastante popular en los 70 gracias a varias series televisivas (Investigación, Matt Helm...), pero en el cine ha interpretado sobre todo a tipos con el coeficiente moral de un promotor inmobiliario marbellí, y el encanto de una cobra relamiéndose. Aquí no fue una excepción, y el guión exigía que, en una escena, Patricia Neal, asqueada, le cruzara la cara de una bofetada.

Pero Kazan quería realismo. Se llevó en un aparte a Neal y la instruyó para que, en lugar de pegarle en el momento previsto para que él fingiera recibir el golpe, lo hiciera un momento antes, y con todas sus ganas. La actriz obedeció al pie de la letra y Franciosa no sólo quedó sorprendido por la fuerza del golpe, sino que empezó a llorar. Kazan dijo: “Corten”, y Franciosa seguía llorando; no pudo parara durante un buen rato. Neal se sintió fatal, sobre todo porque el actor se negó a permitir que se le acercara para felicitarlo o disculparse.

Y todo para una escena que, al final, no apareció en la película. ¿Ven por qué les decía que esta peli necesita una buena edición en DVD? Una con escenas eliminadas, por favor.

sábado, marzo 24, 2007

Indigestión


Hace unos años, me aficioné a la lectura de las novelas de Robert B. Parker. Quienes no las conozcan, puede que recuerden la serie de televisión sobre el detective privado Spenser, que operaba en Boston y estaba interpretado por Robert Urich. En la serie (y en las novelas) aparecía de vez en cuando un personaje llamado Hawk, para echar una mano al protagonista. Hawk era un negrazo calvo de dos metros, impecablemente vestido, con un sardónico sentido del humor y que se dedicaba a actividades dudosas, de esas que implican tirar de Magnum 44 por un quítame allá esas pajas.

Hawk animaba notablemente las tramas en las que intervenía. Sin embargo, los productores de televisión debieron pensar que el personaje era tan atractivo como para merecer eso que se llama un spin-off, así que le dieron serie propia: A man called Hawk. En Estados Unidos apenas aguantó una temporada. Por aquí la pasó Antena 3, y puedo asegurarles que era malísima.

¿Qué ocurrió? Que Hawk es un excelente personaje… secundario. Exactamente igual que Ratón, el psicópata sin escrúpulos que aparece en las novelas de Easy Rawlins, escritas por Walter Mosley. Funcionan en segundo plano, y se estropean en cuanto se les saca al frente, cuando comenzamos a conocer demasiado sobre ellos. Exactamente igual que está pasando con
Hannibal Lecter.

Cuando Anthony Hopkins ganó el Oscar por su interpretación en El silencio de los corderos, hubo quien apuntó que, en justicia, deberían haberle premiado como actor secundario, si se tiene en cuenta el tiempo que aparece en pantalla. Pero eso era parte de la fascinación del personaje: sabíamos que era un psiquiatra de gran inteligencia, exquisitos modales, amante del lujo, y aficionado a comerse a la gente. Poco más. Y tampoco era necesario mucho más, pues su figura dominaba toda la película, incluso cuando no salía, y los puntos oscuros sobre su personalidad sólo contribuían a aumentar su atractivo.

Lo malo vino después. La fiebre de secuelitis que afecta al cine actual ha hecho que se le dediquen al psiquiatra otras tres películas, todas basadas en novelas de Thomas Harris. La última, Hannibal Rising, ha llegado a las librerías casi al mismo tiempo que su adaptación cinematográfica y, se nos cuenta, ahonda en los orígenes del personaje, en su infancia y juventud. La jibamos, Maria Manuela. Ahora nos enteramos de que Hannibal Lecter es como es porque durante la Segunda Guerra Mundial unos nazis malísimos secuestraron y devoraron a su hermana pequeña, lo que motivó una venganza despiadada por su parte y su posterior metamorfosis en monstruo.

Todo el misterio del personaje, evaporado. Resulta que hay una explicación, que no justificación, para sus actos. Y con esa explicación, se derrumba todo el interés. Una de las mejores frases de El silencio de los corderos es cuando Lecter explica a Clarice Starling: “A mí no me sucedió nada, agente Starling. Yo sucedí”. Tanta repetición sobre el personaje ha conseguido arruinarla. Hannibal se nos ha muerto de indigestión.

Por cierto, la entrada de hoy se lee muchísimo mejor con unas habas y un buen chianti...

Y con estos ya son 600

Si me ha gustado Sin City, y además soy un admirador de Frank Miller, ¿Por qué me da tanta pereza ir a ver 300? A lo mejor es porque tengo la sospecha que, en esta ocasión, la idea de traslación total de un cómic a la pantalla, incluso respetando el color y la textura de las viñetas originales, no va a funcionar. Sin City se beneficiaba de diversas tramas que se sucedían o entrelazaban, lo que hacía fluir el argumento sin trabas; en 300, a partir de cierto momento, todo es lucha, lucha y más lucha, que en las viñetas del cómic original sirve al dibujante para desplegar todos sus recursos, pero que en el cine puede acabar cansando; que diez mil persas son muchos persas.

Luego está toda la polémica que se ha generado sobre la película, sobre su glorificación de la violencia y cosillas similares, con estos espartanos tan machotes enfrentándose a un ejército de persas de lo más metrosexual… y claro, el asunto de las inexactitudes históricas. Sin ir más lejos, en el cómic tenemos a los espartanos haciendo fondos sobre una mano, con los oficiales en plan sargento de marines: “¿te estás divirtiendo, espartano?“ “¡Señor, sí, señor!”. Convendría recordar que esta película no pretende reproducir fielmente la batalla de las Termopilas, sino la visión de la misma que ha llevado al cómic Frank Miller. La gesta de los 300 ha sido llevada en otras ocasiones a la pantalla; y también, aunque nadie parezca acordarse de ello, al cómic.

La primera vez que yo leí una historieta centrada en esta batalla fue a finales de los 70, cuando eché las garras sobre una obra maestra, Mort Cinder, con guión del argentino Hector Oesterheld y dibujos de su compatriota Alberto Breccia. El protagonista, el hombre de las mil y una muertes, vive entre sucesivas reencarnaciones y saltos en el tiempo. Y en una de ellas es soldado en la batalla de las Termópilas, en 27 páginas hermosas y estremecedoras, con la poesía y la reflexión alternándose con la masacre. Uno de los mejores trabajos de Oesterheld, que desgraciadamente no tuvo muchas más oportunidades de dar muestras de su talento, gracias a los señores de la junta militar argentina, y a sus putísimas madres.

Si les apetece, Planeta publicó una nueva edición, algo más conseguida que la de Lumen, un tanto primitiva, que es la que yo tengo. Comparar los dos cómics es un ejercicio estimulante y curioso. Luego, si quieren, vayan a ver la peli. Ya me contarán.

miércoles, marzo 21, 2007

Cuestión de huevos


Ha muerto el director Stuart Rosenberg, retirado del cine desde hace algunos años ya, y no demasiado recordado. Sin Oscars, sin Globos de Oro, sin palmas en Cannes. Leñe, incluso sin Goyas, que ya es desgracia. Pero por lo menos se ha ido al otro barrio dejando para quien esto bloguea un par de buenas pelis: Brubaker (1980), con Robert Redford de protagonista y, muy especialmente, La leyenda del indomable (Cool Hand Luke, 1967), con Paul Newman. Curioso; las dos son películas de prisiones, que ya saben que casi constituyen un género en sí mismas.

La leyenda… tiene otra particularidad: es una de esas películas que se recuerdan inmediatamente por una escena en concreto. Para averiguar si alguien la ha visto, sólo hay que darle la pista: “sí hombre, esa en la que Paul Newman se come cincuenta huevos duros”, y tiene el mismo efecto que cuando, para saber si se ha visto El día de los tramposos (Joseph L. Mankiewicz, 1970), se recuerda que es el western donde Kirk Douglas es un atracador que esconde el botín en un agujero lleno de serpientes: iluminación instantánea.

Todos sabemos que los grandes clásicos de Hollywood están repletos de escenas memorables; pero es algo más difícil recordar películas que sean recordadas sólo por una escena en concreto. A mí me suenan estas dos; pero no me cabe duda de que hay más.

Pero bueno, no podemos dejar el post de hoy sin contestar la gran pregunta: ¿Es posible comerse cincuenta huevos duros?

La respuesta es no, por muy Paul Newman que se llame uno. Si hacen clic en este link entrarán en la página web de Robert Llewellyn y Jonathan Hare, dos periodistas de la BBC que se dedican a analizar fallos científicos en películas famosas: el asunto de los huevos queda perfectamente explicado aquí, además de otros muchos pertenecientes a lo que estos autores (que además de divulgadores son también unos cachondos) denominan "Hollywood Science".

lunes, marzo 19, 2007

Me hace falta un bigote

Antes de que desaparezca de los cines, voy a ver Dreamgirls. La peli está bien y tiene algunas escenas estupendas, pero en conjunto, le falta un hervor. Eso sí, el reparto, Con Jennifer Hudson a la cabeza, está impecable, y me llama la atención cuando aparece Danny Glover. Sale con bigote, así que está claro que le toca hacer de buenazo. Y lo hace.

Creo que no hay un solo actor en el cine actual al que le cambie más la cara un bigote que a Glover. Cuando lo lleva, puede que haga de policía (como en la serie Arma letal) o de agente artístico, como en Dreamgirls, pero el fondo de su personaje no cambia: es un cacho de pan. En cambio, cuando sale afeitado, de entrada parece varios años más joven, y además es para interpretar a personajes más duros, cuando no directamente brutales, como en El color púrpura. El único caso similar que se me ocurre, salvando todas las distancias que ustedes quieran, es Imanol Arias en Cuéntame: en cuanto se pone el bigote consigue que desaparezca el actor y sólo quede el personaje de Antonio Alcántara, para mí la mejor creación de un intérprete que nunca ha brillado a grandes alturas.

Es curioso, de todos modos, esto de los pequeños rasgos físicos. No sé si se acordarán ustedes de Danny Kaye, un humorista muy popular en el Hollywood de los años 50 (yo tengo muy buen recuerdo de La vida privada de Walter Mitty). Pues bien, cuando se le hicieron las pruebas para la pantalla con vistas a su primera película… algo no funcionaba. No quedaba bien. En el estudio pensaban que daba mala imagen, aunque nadie sabía, en un principio, decir por qué. La respuesta estaba en el color del pelo: Kaye era castaño, pero en cuanto se tiñó de rubio su imagen cambió de modo radical, hasta el punto de que continuó llevando ese color de pelo durante toda su carrera cinematográfica, y siguió haciéndolo cuando se retiró del cine y se dedicó a ser embajador de UNICEF.

domingo, marzo 18, 2007

Mano a mano con don Luis


Bueno, pues la imagen que pueden ver ustedes sobre estas líneas, a pesar de que me la acabo de traer de recuerdo de Valencia, no es un ninot; eso sí, es una inmensa teta, que junto con los carteles de películas que pueden verse a su lado, conforman un a modo de homenaje a Luis García Berlanga situado en las proximidades de las Torres de Quart, un poco más arriba del monumento a Cervantes. Incluso en plena agitación fallera se encuentra uno con el cine.

Con Berlanga tuve un par de conversaciones hace unos años, cuando necesité a un oriundo ilustre para que me escribiera un artículo sobre Valencia con que complementar un suplemento sobre la ciudad que me había tocado coordinar. Nada, un par de folios. Contacté con él.

- Oye, pero eso lo pagareis, ¿No?

- Hombre, faltaría más; pagamos xxxxx…

Le pareció bien y me envió el artículo a los pocos días. Sobraba texto. Me daba cosa encajarlo sin por lo menos una consulta previa, así que volví a llamar. “Luis, es que te ha quedado un poco largo”. “Anda, pues no sé. Yo creo que se puede quitar algo de la parte del final”. Probé.
“Aún sobra un poquillo”... Y entonces me soltó la pregunta del millón: “Bueno: ¿Tú qué quitarías?”

Así que ahí tienen ustedes a Vince cortando un artículo al alimón con uno de los clásicos de nuestro cine. En un principio me pudo la mitomanía; jopé, colega, estás mano a mano con el director de Bienvenido, mister Marshall!!, Calabuch y, sobre todo y muy especialmente, Plácido. Pero no tardé en tranquilizarme: jopé, colega, que éste hombre también ha perpetrado en los últimos años Moros y cristianos (¡Ese Pajares! ¡Ese Pedro Ruíz!), Todos a la cárcel y París, Tombuctú. Esos pensamientos me ayudaron a centrarme y a rematar la faena con distanciamiento y profesionalidad. El artículo (y todo el suplemento, qué narices) no quedó nada mal.

Pero es una pena. La fila de películas que puede verse por detrás de la teta es la mejor evidencia de cómo Berlanga ha envejecido mal, no así su obra. Quiero decir que ninguna de sus películas ha perdido o ganado puntos con los años: las primeras siguen siendo igual de buenas que cuando se rodaron y las últimas, igual de malas, con tendencia a abusar hasta lo estomagante del plano-secuencia y la nefasta influencia de Rafael Azcona, quien más que el maestro de guionistas que muchos dicen, humildemente me parece uno de los nombres más sobrevalorados del cine español, con una tendencia a lo chocarrero que en realidad constituye su principal recurso, en el que basa la presunta intención satírica de muchos de sus guiones.

Lo cual no debe interpretarse como una crítica hacia don Luis, que tan amablemente me escribió aquel artículo a un precio muy apañado. Sólo Plácido ya le inmuniza contra cualquier fallo y le convierte en un clásico, no ya de nuestro cine, sino de cualquier cine. ¿Saben, por cierto, que tiene algo en común con Martin Scorsese? Los dos son enormemente supersticiosos; Berlanga incluso ha reconocido llevar siempre mondadientes en los bolsillos, para poder tocar madera en caso de necesidad.

martes, marzo 13, 2007

Si Hergé levantara la cabeza...

Por lo que está publicando la canallesca, parece que Steven Spielberg conseguirá por fin llevar a la pantalla las aventuras de Tintin. Dreamworks está en tratos con los herederos de Hergé y, si todo va como tiene que ir, la primera de las películas con el reportero del mechón como protagonista se estrenará allá por 2008. Obviamente, no tengo idea de cómo irán las negociaciones, ni de quién se va a llevar cuánto. Pero tengo la sensación de que a Georges Remí, si llegara a enterarse, la cosa no le iba a gustar demasiado.

Spielberg ya intentó hacerse con los derechos de Tintín allá por 1983, aún en vida de Hergé, y éste se mostró de lo más dispuesto a colaborar, ya que consideraba al director de Tiburón un cineasta de gran talento. Lo que no sabía -pero no tardó en descubrir- era que como negociador, tampoco era manco. Según cuenta Pierre Assouline en su magnífica biografía Hergé (Destino) “Las exigencias de Spielberg son draconianas. Quiere controlar la totalidad del merchandising de la película, así como a los personajes creados por Hergé. Se reserva también el control de los dibujos animados y de las series televisivas que se derivarán de la película y quiere tener el control artístico y comercial del conjunto del proyecto. A pesar de todo, Hergé acepta”. El punto que rompió las negociaciones fue cuando Hergé se enteró de que Spielberg se reservaba el derecho de dirigir él la película, o de encargarle esa tarea a uno de sus colaboradores. Y Hergé no estaba dispuesto a que Tintín fuera llevado al cine (como ya lo fue en un par de ocasiones) de cualquier manera.

Cabe pensar si Spielberg verdaderamente ha estado interesado alguna vez en Tintín, o si sólo está pensando que adaptar una de las series de cómics de más éxito jamás publicadas le asegurará años y años de sustanciosos ingresos, ahora que tiene a Indiana Jones al borde de la jubilación. Hergé dejó establecido en su última voluntad que nadie después de él seguiría con la obra de Tintín. Parece que sus herederos han encontrado una manera de buscarle al reportero otro padre…

Por cierto, una pregunta para los tintinófilos: los personajes del dibujo de arriba corresponden a un álbum concreto. ¿Saben a cuál?

lunes, marzo 12, 2007

Dos por el precio de una

Las bibliotecas públicas se están convirtiendo en sitios cada vez más recomendables para encontrar películas con algunos años y verlas por primera vez con calidad DVD. Y además, "by the face". El fin de semana pasado me traje El coloso en llamas (1974) (no me miren con esa cara, también he aprovechado para volver a ver La costilla de Adán), que vi por primera vez en el cine Proyecciones de Madrid con diez añitos de nada, aunque eso de “vi” tiene mucho de eufemismo, pues me pasé la mayor parte de la peli con los ojos tapados, del acongoje (que bonita palabra ¿eh?) que me estaba dando.

Ahora no ha sido para tanto, claro, pero déjenme decirles que la peli, sin ser ninguna maravilla, aguanta muy bien. Casi no se le ve el cartón, es la más entretenida de todo el subgénero de catástrofes de los años 70 y, aunque todo el reparto tiene claro que no va a ganar ningún Oscar (bueno, Fred Astaire fue nominado), hacen eso que se dice cumplir dignamente con el papel. Lo curioso de El coloso… es que en realidad no es una película: son dos.

A principios de los años 70, aparecieron en las librerías estadounidenses dos novelas con el mismo tema: un incendio en un rascacielos. Una fue The Tower, de Richard Martin Stern (publicada en España por Pomaire con el título de Rascacielos), y la otra, The Glass Inferno, de Thomas M. Scortia y Frank M. Robinson (en España, El infierno de cristal, publicada por Bruguera en su colección Libro Amigo). Los derechos cinematográficos de cada una fueron adquiridos por dos estudios diferentes: Warner y Fox. En lugar de estrenar casi a la vez dos películas sobre el mismo tema (cosa que, como todos sabemos, ha ocurrido recientemente en más de una ocasión), decidieron unir fuerzas y producir conjuntamente una única cinta. Fue la primera vez que ocurría aquello en la historia de Hollywood.

Y lo divertido es cómo se nota esta dualidad: no sólo la película está basada en dos novelas (el guionista Stirling Silliphant cogió siete personajes de cada uno de los libros), sino que además tiene dos directores (Irwin Allen, también productor, en las escenas de acción; John Guillermin en las demás), dos estrellas, Steve McQueen y Paul Newman, que cobraron el mismo sueldo (un millón de dólares más el 7,5% de la taquilla) y tienen exactamente el mismo número de líneas de diálogo (por imposición de McQueen, que no quería verse superado por Newman); e incluso el título original, The towering inferno, es una mezcla de los de los libros.

Pero, como colofón, lo que siempre me ha parecido más incongruente de esta película es la ciudad donde transcurre. En las novelas, los rascacielos están situados en Nueva York y en Los Ángeles; quizá por aquello de “ni pa ti ni pa mí”, decidieron situar la película en San Francisco. ¿Alguien se puede creer que nadie vaya a emplazar el rascacielos más alto del mundo en una ciudad conocida, entre otras cosas, por su enorme propensión a los terremotos?

jueves, marzo 08, 2007

El superhéroe sin película

Parece que se han cargado al Capitán América. Por lo menos, en el último número de su colección le acaban de pegar un tiro y se dice que en los próximos meses tratarán de las reacciones que en el universo Marvel se producen como consecuencia de la desaparición de personaje tan emblemático. Es decir, el mismo truco que DC Comics empleó en los años 90 con Superman, y con idéntica finalidad: subir las ventas. Pero es algo dudoso que esto vaya a funcionar de nuevo. Lo que cualquier lector de comics aprende en cuanto tiene un poco de rodaje, es esta verdad inmutable: en los tebeos de superhéroes nunca muere nadie. Siempre hay resurrecciones, dobles, hermanos gemelos, robots, clones o todo junto dispuestos a solucionar lo que parecía una situación irreversible.

A veces lo que contribuye a subir las ventas de una colección es una película. Pero el Capi no se ha beneficiado demasiado de la fiebre por llevar al cine a todos los superhéroes que se pongan a tiro. Segundones como Blade o el Motorista Fantasma lo han logrado; este año llegan nuevas entregas de Spiderman y Los cuatro fantásticos (que, para mí, ha sido siempre el grupo de superhéroes más inaguantable de la historia), y el año que viene, un nuevo Batman, la primera del Hombre de Hierro y, quizá, Hulk II. Pero nada de Capitán América. Quizás es que un personaje que se pasea por ahí con la bandera yanqui en el traje y en el escudo correría el peligro de no ser demasiado popular entre según qué público. Aunque justo es decir que, en los años que llevo leyéndole, nunca le he visto derrocando gobiernos en Sudamérica o torturando iraquíes: él a lo suyo, que son los nazis (¡Todavía!) o los científicos megalómanos sin más ideología que destruir o dominar el mundo, según gustos.

De todos modos, sí hay una película sobre el Capi, filmada en 1990; lo que ocurre es que es de esas tan malas que da risa verlas. Aunque había en ella un par de aspectos curiosos: el primero, el villano, el científico nazi conocido como Cráneo Rojo, no aparecía con el uniforme y la máscara con los que durante años le hemos visto en los cómics, sino con traje cruzado y un pelo engominado que le hacían parecer un Mario Conde con viruela… y el segundo, el actor que encarnaba al Capitán: Mark Salinger, al que hemos visto recientemente en 24, y que tiene como particularidad ser hijo del escritor J. D. Salinger. Con un niño que hace esas cosas, no me extraña que el padre haya decidido no dejarse ver demasiado.

Claro que Spiderman también conoció unas adaptaciones super cutres, y ahí le tienen, triunfando. ¿Tendremos algún día película con genuino sabor americano?

miércoles, marzo 07, 2007

With a little help from my friends

Acabo de comprar en DVD una peli que llevaba tiempo deseando ver: The kid stays in the picture, un documental autobiográfico del productor de Hollywood Robert Evans. A principios de los 70, este tipo era la superestrella de la Paramount, después de haber producido éxitos del tamaño de El Padrino, Chinatown o Love Story, que además le permitió conocer a la que sería su mujer, Ali Mc Graw. Como ocurre en las grandes tragedias americanas, a la cumbre le siguió la caída: fue despedido de los estudios y sus problemas con la cocaína le convirtieron en un paria para la industria. Por si fuera poco, tuvo la genial idea de emparejar a su mujer con Steve McQueen en la película de Sam Peckimpah La huida. Resultado: McGraw se lió con McQueen y le abandonó.

Evans, desde luego, no era infalible; hay que recordar que no quiso ni a Al Pacino ni a Marlon Brando para el reparto de El Padrino. Pero durante una temporada su olfato le sirvió para convertir a Paramount en uno de los estudios de mayor éxito en Hollywood. La separación de McGraw, de todos modos, dejó su huella. Sobre todo cuando Steve McQueen le llamó para decirle que pensaban llevarle a juicio para quitarle los derechos de paternidad del hijo que había tenido con McGraw, al que el actor pensaba adoptar y criar como si fuera suyo.

La amenaza de McQueen le llegó a Evans en un momento en que no tenía ni poder, ni influencias, ni dinero. Pero le quedaban algunos amigos. Durante el rodaje de El Padrino, Evans tuvo que tratar con algunos miembros de la, ejem, comunidad italoamericana de Nueva York, que se aseguraron de que el rodaje transcurriera sin problemas, a cambio de ciertas concesiones en el guión (por eso en la película no se pronuncia jamás la palabra mafia). Evans llamó a uno de esos miembros y le contó su problema. “Tranquilo”, le dijeron. “Vas a llamar a McQueen y vais a quedar el día tal, a tal hora, en este motel”.

Según cuenta en su autobiografía, titulada igual que la película, McQueen accedió. Cuando llegó al motel, en la habitación estaban Evans y dos tipos de traje y corbata con evidente acento italiano. Uno de ellos abrió un maletín y sacó un juego de fotografías, que pasó al actor. Evans no aclara qué mostraban, pero sí que, a medida que McQueen las veía, le iba cambiando el color del rostro.

Cuando terminó de verlas, se levantó y salió del motel. El tema de la adopción nunca se volvió a plantear.

(Esta historia puede ser creída, supongo, hasta cierto punto, pero me sorprende la cantidad de libros de cine que pintan a Steve McQueen como un gilipollas. Tenemos las memorias de Polanski, las de Evans, y desde luego, las de Ali McGraw, que cuando recordaba su matrimonio con él ríanse ustedes de Mia Farrow hablando de Woody… En fin; volvamos a ver Bullit y pelillos a la mar).

martes, marzo 06, 2007

La otra mitad de Tip


Me pueden llamar fantasma, o pensar que es mucha casualidad, pero si esto no fuera cierto, no lo escribiría: la muerte de Jose Luis Coll me ha cogido con su diccionario en la mesilla de noche. Todo comenzó hace unas tres semanas, por una discusión sobre la existencia de la palabra “¡ningüino!” (que es la exclamación del cazador de pingüinos cuando llega y no encuentra ni uno solo), que me llevó a hurgar en las estanterías hasta repescar el que ha sido, sin duda, uno de los libros más divertidos escritos en España en cualquier momento del siglo XX. Por poner solo algunos ejemplos de definiciones antológicas:

ACREIDOR. m. persona a quien se debe alguna cosa, y cree que se la van a pagar.

CAGALLERO. Adj. Hidalgo o noble que cabalga con el vientre descompuesto.

GENOVEVO. Ge no quiero beber. Ge no me da la gana. Ge soy abstemio.

MEGALÓMAÑO. Adj. Que padece manía de grandeza por haber nacido en Aragón.

RECOÑOCIDA. F. identificada al despojarse de toda vestidura.

El cine, de todos modos, no es el mejor sitio para reencontrarse con el humor de Coll y su otra mitad. Aparecieron en bastantes películas, es cierto, pero casi siempre en papeles episódicos, y frecuentemente por separado. La única excepción, probablemente, sea la película La garbanza negra (que en paz descanse), rodada en 1971 por Luis María Delgado (sustituyendo a Manuel Summers y a Antonio Mercero), y calificada por el crítico Carlos Aguilar como “uno de los filmes más extravagantes de la España de los 70”, donde Tip y Coll interpretaban a dos hermanos dueños de una funeraria que heredaban de una tía (la garbanza negra del título), que había dirigido en vida una casa de lenocinio, y acababan como cómicos en una sala de fiestas.

La película convendría rescatarla, entre otras cosas porque es el origen de la imagen más popular de la pareja de cómicos: ya llevaban trabajando juntos una temporada, pero para la escena en que tenían que presentarse ante el notario para hacerse cargo de la herencia de su tía, Delgado tuvo la idea de vestirles con lo que se convertiría en su traje de gala. A Tip le tocó la chistera y a Coll el bombín, precisamente para acentuar su diferencia de estatura.

También los atuendos de Groucho Marx y de Charlot fueron más o menos improvisados. Descanse en paz la otra mitad de un genio.

domingo, marzo 04, 2007

Padres e hijos


En mi opinión, cuando uno no tiene tiempo de ver todo el cine que se estrena, es necesario hacerse una lista de preferencias. La mía divide las películas en tres categorías: uno, las que hay que ir a ver al cine de modo ineludible; dos, las que se repescan en DVD; y tres, las que se ven cuando las pasan por la tele, y si no se ven entonces, pues tampoco pasa nada. Ayer por la noche echaron una de las últimas, Tiempo de matar (Joel Schumacher, 1996) y me la grabé, para a lo mejor verla esta tarde.

Esta película tiene la particularidad de ser la única que, hasta el momento, ha reunido a Donald y Kiefer Sutherland, aunque padre e hijo no aparezcan nunca juntos en ninguna escena. Ya apunté aquí, hace unos meses, que una buena manera de verles trabajando juntos sería que Sutherland padre compusiera uno de sus inolvidables malos malísimos de la muerte para la próxima temporada de 24. Pero llama la atención las parejas de padres e hijos con gran potencial para el espectador que nunca se han llegado a formar, o cuando lo han hecho, ha sido tarde y mal. Por ejemplo, los Douglas: Michael y Kirk sólo han aparecido juntos en una película llamada Cosas de familia (2003), que apenas tuvo repercusión más allá de ver cuál de los dos, padre o hijo, se había hecho más estiramientos de cara. También era bastante flojita En el estanque dorado (1981), que reunió por única vez a Henry Fonda con su hija Jane; pero al menos se intentó darles un guión sólido y además estaba Katherine Hepburn…

Hubo otro momento en que los Douglas pudieron trabajar juntos. Fue cuando se habló de filmar la novela de Ken Kesey Alguien voló sobre el nido del cuco. En los años 60, Kirk Douglas había representado el papel protagonista en la versión teatral de la obra y, aunque en ese momento no tuvo éxito, estaba loco por conseguir que alguna productora se interesara por llevarla al cine.

Finalmente, en 1974 consiguió coproducirla junto con su hijo Michael, pero con una condición: no podría interpretar al protagonista, Randall McMurphy, porque ya estaba demasiado mayor. Tuvo que resignarse a dejar el papel a Jack Nicholson, y en su autobiografía deja claro que fue uno de los mayores sacrificios de su carrera profesional: “con esa cinta gané más dinero que con cualquiera en la que haya actuado, y devolvería encantado hasta el último centavo si hubiera podido interpretar ese papel”.

jueves, marzo 01, 2007

El mejor amigo de las estrellas

Elizabeth Taylor ha cumplido esta semana 75 años, bastante mal llevados a causa de sus continuos problemas de salud. Salud que ella misma no ha hecho nunca gran cosa por cuidar, como han demostrado sus biógrafos al recoger abundantes testimonios de una afición al alcohol comparable a la del que fue su marido de dos ocasiones y, sin duda, uno de los grandes amores de su vida, Richard Burton. Pero no a cualquier alcohol.

En una reciente serie de artículos publicados en La Vanguardia, el periodista Jaime Arias ha ido plasmando sus recuerdos de los años 60, cuando le tocó entrevistar y acompañar a numerosas estrellas de Hollywood en su paso por España. A Liz Taylor la vio en cuatro ocasiones, la última en el Festival de San Sebastian, donde desplegó todo un comportamiento de “diva sedienta”, Arias dixit. Invitada por la United Artists a la clausura, a la hora convenida para aparecer en público seguía sin moverse de la mesa de su suite. Quería un whisky. Trajeron whisky. Ese no valía. Quería bourbon. Hoy tenemos varias marcas a nuestra disposición en el Carrefour, pero por aquel entonces el bourbon era una bebida prácticamente inencontrable. Por fin, alguien localizó una botella de Four Roses. Tampoco. “¡Quiero un Jack Daniels!”. Hubo que desplazarse a toda velocidad al otro lado de la frontera en busca de una botella.

Es curiosa esta relación del Hollywood clásico con el Jack Daniels. Junto con el Dry martini, puede muy bien ser su bebida más emblemática. Cuando Ava Gardner decidió instalarse en España en 1956, procuró que sus amigos la mantuviesen bien provista de tres elementos inencontrables aquí entonces: chocolatinas Hershey, Kleenex y Jack Daniels. Paul Newman ha sido otro consumidor entusiasta, hasta el punto de formar parte de los Tennesse Squires, que es un grupo de personalidades a las que se les regala una porción de terreno en la destilería -por lo general, un pie cuadrado- como agradecimiento a su devoción por la marca (Elizabeth Taylor es otro miembro del club).

Pero ninguno de ellos puede compararse con Frank Sinatra. Su afición al Jack Daniels, y la publicidad involuntaria que de él hizo durante décadas, llegaban al extremo de izar una bandera con una botella en la entrada de su casa por las noches… y cambiarla por otra con las palabras “Alka Seltzer” por las mañanas. No es de extrañar que, a la hora de hacerle miembro de los Tennesse Squires, en la destilería pensaran que un pie cuadrado era muy poco; le regalaron un acre entero.

(Quisiera aclarar que la entrada de hoy NO está patrocinada por Jack Daniels).