Mostrando entradas con la etiqueta salas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta salas. Mostrar todas las entradas

martes, octubre 16, 2007

La mala educación


No, no estoy hablando de la película de Almodóvar, pero es que la cosa hoy va de reflexiones personales. Resulta que los chicos de Muy Interesante me han encargado unas cosillas para su próximo especial de Preguntas y Respuestas (a la venta en diciembre, así que ya pueden empezar a hacer cola delante del quiosco), y entre las idem que tengo que contestar está la siguiente: “¿Acabará el Home Cinema con las salas?”. Estos es que son unos cachondos.

Bueno, creo que voy a dejar la información periodística para la revista propiamente dicha, y aquí voy a tirar por el terreno de la opinión. O de la experiencia propia, si quieren. Primero, vamos a afinar las cosas y vamos a considerar Home Cinema a cualquier instalación que cada uno tenga en su casa para ver pelis. Dicho lo cual, y en lo que a mí se refiere, afirmo categóricamente que, desde luego, el Home Cinema me está apartando de las salas. Por lo menos, de algunas.

Ocurre que soy uno del número creciente de ciudadanos que tiene en su hogar un televisor de pantalla plana (LCD de 32 pulgadas); y mi DVD, aunque ya tiene sus añitos, sigue funcionando fielmente a pesar de la caña que le doy. Y la verdad, verse una película en casa hoy no tiene nada que ver con lo que era hacerlo en los tiempos del vídeo, con los televisores monoaurales y la imagen borrosa del VHS. Me atrevería a decir, fíjense, que los equipos domésticos incluso superan a algunos cines, sin contar con que ofrecen algo vital para los que vivimos en la periferia de Madrid: la posibilidad de la versión original.

Sí, claro, dirán ustedes, pero se deja usted la aventura del cine. Elegir sala, sacar entrada, dejarse envolver por la oscuridad, aislarse del mundo durante las dos horas en que nos atrapan la trama y los actores. Y no, no me lo estoy dejando; pero encuentro que esas condiciones ideales cada vez son algo más raro. La zona de Martín de los Heros, en Madrid, es un agradable oásis con salas como los Golem (antiguos Alphaville), los Renoir, los Princesa… donde las películas se proyectan en versión original y son atendidas por un público deseoso de verlas, disfrutarlas y, sobre todo, respetarlas. Ahí, desde luego, da gusto ir. Pero los cines de la periferia son otra cosa. Mucha multisala, mucho sonido Dolby, mucha butaca ergonómica… y, cada vez más también mucho cafre. Desde la panda de quinceañeros con oligofrenia (nunca menos de media docena) que se pasa toda la película haciendo gracias, a los que entran veinte minutos tarde y hacen levantarse a media fila, pasando por los que no paran de hablar y de comentar cosas, no sólo para ellos sino para su entorno inmediato tres filas más allá y más acá, y, por supuesto ¡Los que no apagan el móvil!. Aún no he vuelto a encontrarme con la individua a la que le sonó el telefonito ¡dos veces! durante Los chicos del coro, pero no he perdido la esperanza, y mantengo la motosierra permanentemente afilada.

Así que ¿qúe quieren que les diga?. Cada vez son más las ocasiones en que, si tengo que elegir entre ver cine en mi hogar, dulce hogar, o llegarme hasta algún cine de los alrededores, opto por lo primero. Sin romanticismos ni nostalgias. Las cosas son así. Por supuesto, ustedes pueden estar de acuerdo o no, y llamarme todo lo que se les ocurra, pero me gustaría dejar perfectamente claro que a mí de los cines no me está echando la tecnología. Me está echando la mala educación.

P. D. ¿Por qué no me echan una mano con el articulito? Arriba a la derecha hay una nueva encuesta, que estará abierta dos semanas, sobre su manera preferida de ver el cine. Anímense y contesten, sabiendo que estarán ayudando al amigo Vince a ganarse la vida.

domingo, mayo 27, 2007

Qué tiempos aquellos (2)

Este fin de semana se han prodigado las noticias y los aniversarios, y vamos a ver si hay tiempo y ganas para ir tratándolos en el blog en los próximos días. De entrada, tenemos lo de Star Wars. O, como la llamamos los de mi quinta, La guerra de las galaxias. Se cumple el treinta aniversario de su estreno, pero, yo no sé por qué extraña metamorfosis, la celebración de ese aniversario se ha transmutado en el Día del Orgullo Friki. O sea, en cines y convenciones repletos de tontolabas con la cara pintada y espadas láser de fabricación casera (por lo general, mangos de escoba cubiertos de pintura fluorescente). Y uno que recuerda que en sus tiempos “Friqui” no era más que una tienda de listas de boda superpija que había en lel barrio de Salamanca…

Uno también recuerda más cosas. Sobre La guerra de las galaxias hay tanto escrito y filmado, se han recopilado tantos miles de anécdotas sobre el rodaje, los protagonistas, la repercusión mediática, el fenómeno Star Wars, que intentar meter aquí algún dato original oscilaría entre lo pretencioso y lo ridículo. Prefiero hablar de las circunstancias en las que la vi. En cómo eran las cosas entonces. Creo que fueron cuatro meses, cuatro, los que tuve que esperar hasta que fui lo bastante afortunado como para encontrar una sesión donde hubiera entradas; si hoy tuviera que esperar cuatro meses después del estreno de cualquier película… podría ir directamente a comprar el DVD.

Por aquel entonces, se daba una paradoja curiosa: las películas buenas se estrenaban en muy pocos cines. En tres o cuatro, como mucho, y cuando empezaba a escasear el público en las capitales, comenzaban su gira por provincias. Una película que se estrenaba en seis o siete cines de Madrid era, por definición, un churro; una de calidad no solía pasar de las tres salas. Como aún no existía un mercado del vídeo y en televisión no se pasaban hasta dentro de muchos años (nunca menos de cinco), no había prisa por retirar los grandes estrenos de las pantallas. Y qué pantallas, señores. Hubieran hecho falta los ojos de un camaleón para abarcar la del Real Cinema, en la madrileña Plaza de la Ópera, que fue donde entré en el universo Star Wars. Desde luego, el mejor sitio para dejarse apabullar por ese crucero imperial que surgía desde la esquina superior derecha de la pantalla y parecía estar saliendo toda una eternidad.

A ese respecto, sí que recuerdo una anécdota, que es una de mis favoritas. Tiene que ver con los días previos al estreno, cuando George Lucas y su entonces esposa, Marcia, estaban aún trabajando en el montaje final. Marcia Lucas era montadora, y por todo lo que se comenta, una gran conocedora de su oficio, y a ella se debe una frase lapidaria que pronuncio justo antes de un pase previo, uno de esos preestrenos que se hacen en Estados Unidos para juzgar la reacción del público y ver si es necesario cambiar alguna cosa:

- Si el público no aplaude cuando el Halcón Milenario aparece al final para salvar a Luke, no tenemos película.

Según cuenta John Baxter, biógrafo de Lucas, en aquel pase previo los aplausos comenzaron mucho antes. En la batalla espacial del principio; cuando el Halcón Milenario entra en el hiperespacio por primera vez; en la lucha con los cazas imperiales; y cuando al final el Halcón reaparece por sorpresa para participar en la batalla final, la gente, más que aplaudir, saltaba de sus asientos, tiraba al techo las gorras de béisbol (yanquis, ya saben…), aullaba, aplaudía y parecía que iba a echar el cine abajo. Tenían película.

Yo tenía trece años entonces. Y sin tanto aullido y tanto salto como describe Baxter, recuerdo exactamente cómo el Real Cinema también se vino abajo. ¿Son los años que han pasado, es lo que uno ha envejecido, o es que las películas ya no nos emocionan como entonces? ¿Cuándo vieron ustedes su primera Guerra de las Galaxias?

sábado, abril 28, 2007

Qué tiempos aquellos

Una violentísima tormenta vespertina me convence para cambiar mis planes de bajar a Madrid, a aprovecharme del vacío que deja el puente para ir cómodamente al cine. Lo que ocurre es que, antes de decidir quedarme en casa, había estado repasando la cartelera. Puede que lo hubiera visto antes y lo hubiera dejado pasar, o quizás es que la noticia estuviera aún en periodo de transición, pero ayer ya no me quedaron dudas cuando vi el nombre en el periódico: lo que antes fueron los cines Alphaville, en la calle Martín de los Heros, son hoy los cines Golem.

No tengo idea de quién es esta gente de Golem, ni de en qué momento decidieron hacerse con las que, al menos para cierto tipo de público, han sido una de las salas más emblemáticas de la capital. Pero no entiendo qué han ganado con cambiar el nombre. Si se hubiera mantenido el original, puede que muchos hubiéramos hecho como si nada, como si no nos hubiéramos dado cuenta. Total, la fachada sigue estando más o menos como siempre. Pero el nuevo nombre le da a todo el proceso un aire definitivo de sentencia: los cines Alphaville ya no están. Claro que la zona de Martín de los Heros tiene ahora muchas más salas que las que había cuando los Alphaville abrieron sus puertas, y además todas en versión original, lo que la convierte en algo así como un mercadillo del celuloide donde es posible dejarse caer sin planes previos, a ver qué hay, sabiendo que siempre habrá algo, eligiendo la película más apetecible en ese momento, como cuando uno se mete en una librería buscando algo que leer. Pero los responsables de todo eso, los que iniciaron en 1977 semejante camino hacia la abundancia para los cinéfilos, han desaparecido, casi de la noche a la mañana. Sin explicaciones. Con ellos se van mucho más que simples películas.

Dice Antonio Muñoz Molina -y dice bien- que cuando nos dedicamos a buscar los paisajes de nuestra infancia o nuestra juventud, lo que realmente echamos en falta son los ojos con que veíamos ese mundo desaparecido. En el caso de los Alphaville cada uno tendrá sus recuerdos, y los míos se refieren a cuando comenzaba a aventurarme por aquella para mí lejana zona del centro de Madrid, para meterme en un callejón donde llamaban la atención aquellas salas asépticas, en blanco y rojo (¿No era blanco y rojo?), que, lejos de la espectacularidad de los cartelones hollywodienses de la cercana Gran Vía, mostraban su mercancía en unas vitrinas situadas en la pared de la calle. Películas raras, directores desconocidos -Wenders, Vajda, Tanner, Rohmer…- y unos pósters publicitarios de aire surrealista -El tambor de Hojalata, sin ir más lejos- que acentuaban el atractivo del misterio. En el sótano había una tienda diminuta, donde se vendían esos mismos pósters y muchos otros, junto con programas de mano, carpetas de promoción y la exigua oferta de libros de cine de que se disponía en España a finales de los 70.

Y luego estaba la cafetería, a años luz de los lóbregos bares de los cines de sesión continua, organizada como un pequeño cine en sí, donde se podía disfrutar de proyecciones gratuitas de cortos, o de coloquios con los mismos directores que proyectaban sus películas en las salas de arriba. Recuerdo haber asistido a uno con Wim Wenders, después del cual me metí directamente a disfrutar de El amigo americano. Las visitas de esos directores, y otras muchas noticias sobre cine, quedaban plasmadas en un boletín gratuito, que uno podía recoger comprase o no entradas para ese día.

Hoy esos boletines los tengo en una carpeta en casa, y El amigo americano lo tengo en DVD. Puedo sacarlos de la carpeta y repasarlos, puedo ver la película de Wenders en mi LCD… y todo lo que conseguiré a cambio será esa misma sensación árida que vivimos cuando repasamos los recuerdos de seres queridos que ya no están con nosotros. Quizá por eso me he extendido tanto hoy. Porque tenía ganas de acordarme un poco de unas salas que, con la misma discreción con la que llegaron, han pasado a la historia, llevándose con ellas una manera no solo de ver cine, sino también de proyectarlo. Y de cuidarlo.