
No, no estoy hablando de la película de Almodóvar, pero es que la cosa hoy va de reflexiones personales. Resulta que los chicos de Muy Interesante me han encargado unas cosillas para su próximo especial de Preguntas y Respuestas (a la venta en diciembre, así que ya pueden empezar a hacer cola delante del quiosco), y entre las idem que tengo que contestar está la siguiente: “¿Acabará el Home Cinema con las salas?”. Estos es que son unos cachondos.
Bueno, creo que voy a dejar la información periodística para la revista propiamente dicha, y aquí voy a tirar por el terreno de la opinión. O de la experiencia propia, si quieren. Primero, vamos a afinar las cosas y vamos a considerar Home Cinema a cualquier instalación que cada uno tenga en su casa para ver pelis. Dicho lo cual, y en lo que a mí se refiere, afirmo categóricamente que, desde luego, el Home Cinema me está apartando de las salas. Por lo menos, de algunas.
Ocurre que soy uno del número creciente de ciudadanos que tiene en su hogar un televisor de pantalla plana (LCD de 32 pulgadas); y mi DVD, aunque ya tiene sus añitos, sigue funcionando fielmente a pesar de la caña que le doy. Y la verdad, verse una película en casa hoy no tiene nada que ver con lo que era hacerlo en los tiempos del vídeo, con los televisores monoaurales y la imagen borrosa del VHS. Me atrevería a decir, fíjense, que los equipos domésticos incluso superan a algunos cines, sin contar con que ofrecen algo vital para los que vivimos en la periferia de Madrid: la posibilidad de la versión original.
Sí, claro, dirán ustedes, pero se deja usted la aventura del cine. Elegir sala, sacar entrada, dejarse envolver por la oscuridad, aislarse del mundo durante las dos horas en que nos atrapan la trama y los actores. Y no, no me lo estoy dejando; pero encuentro que esas condiciones ideales cada vez son algo más raro. La zona de Martín de los Heros, en Madrid, es un agradable oásis con salas como los Golem (antiguos Alphaville), los Renoir, los Princesa… donde las películas se proyectan en versión original y son atendidas por un público deseoso de verlas, disfrutarlas y, sobre todo, respetarlas. Ahí, desde luego, da gusto ir. Pero los cines de la periferia son otra cosa. Mucha multisala, mucho sonido Dolby, mucha butaca ergonómica… y, cada vez más también mucho cafre. Desde la panda de quinceañeros con oligofrenia (nunca menos de media docena) que se pasa toda la película haciendo gracias, a los que entran veinte minutos tarde y hacen levantarse a media fila, pasando por los que no paran de hablar y de comentar cosas, no sólo para ellos sino para su entorno inmediato tres filas más allá y más acá, y, por supuesto ¡Los que no apagan el móvil!. Aún no he vuelto a encontrarme con la individua a la que le sonó el telefonito ¡dos veces! durante Los chicos del coro, pero no he perdido la esperanza, y mantengo la motosierra permanentemente afilada.
Así que ¿qúe quieren que les diga?. Cada vez son más las ocasiones en que, si tengo que elegir entre ver cine en mi hogar, dulce hogar, o llegarme hasta algún cine de los alrededores, opto por lo primero. Sin romanticismos ni nostalgias. Las cosas son así. Por supuesto, ustedes pueden estar de acuerdo o no, y llamarme todo lo que se les ocurra, pero me gustaría dejar perfectamente claro que a mí de los cines no me está echando la tecnología. Me está echando la mala educación.
P. D. ¿Por qué no me echan una mano con el articulito? Arriba a la derecha hay una nueva encuesta, que estará abierta dos semanas, sobre su manera preferida de ver el cine. Anímense y contesten, sabiendo que estarán ayudando al amigo Vince a ganarse la vida.