
Es lo que me está pasando con esta película que se ha estrenado hoy, Los años desnudos, donde se nos cuenta la historia de tres chicas que, a finales de los 70, participan en eso que se llamó cine “S”, y que a los lectores más jóvenes les sonará como más desfasado que los humoristas del Un, dos, tres, si es que les suena. No la he visto aún, pero por lo que he leído sobre ella yo diría que aquí hay una cierta confusión con lo que uno recuerda, o quizá que se está mezclado el cine “S” con él, mucho más extendido y, este sí, íntegramente nacional, cine del destape. No eran lo mismo.
El origen del cine “S” hay buscarlo en el sistema de clasificación moral de las películas en unos tiempos en que la jerarquía eclesiástica tenía muuuucho que decir por aquí. Todavía más que ahora, vamos. Ninguna película se libraba de ser estrenada sin su correspondiente calificación moral, que podía enclavarse en las siguientes categorías: (1): Todos los públicos. (2): jóvenes (es decir, mayores de 14 años). (3): Mayores (de 18 años, se entiende). (3R): mayores con reparos, y (4): Gravemente peligrosa.
El hecho de que hubiera dos categorías por encima de la mera clasificación de 18 años hacía pensar que el visionado de una “4” suponía un viaje sin retorno a las calderas de Pedro Botero, pero es que la Iglesia no estaba ni preparada para la que se le vino encima en los tiempos de la Transición: ya hablando de los estrenos de 1976, el crítico del equipo Reseña Angel A. Pérez Gómez se refirió al “cine de entrepierna. Resulta abrumadora la explotación del tema que ha efectuado con pésima habilidad el cine español de este año”, y citaba como ejemplos no sólo el taquillazo celtibérico del año La lozana andaluza, de Vicente Escrivá, sino títulos tan explícitos como Los placeres ocultos, Susana quiere perder… eso, Call Girl, La menor, Más fina que las gallinas, y algunos más.

Como la desaparición de la censura impedía prohibir tanto libertinaje, la solución de la Junta de Clasificación fue sacarse de la manga una nueva categoría: la “S”, aplicable a títulos que, como bien se advertía en la publicidad de las cintas “contienen imágenes que pueden herir la sensibilidad del espectador”.Creo -no estoy seguro- que la clasificación comenzó a funcionar en 1977, y se mantuvo vigente hasta 1983, cuando el establecimiento de las salas X –y, sobre todo, el auge del vídeo doméstico, que permitía ver porno tranquilamente sin moverse casa- la dejaron sin razón de existir.
De todos modos, con las “S” pasaron dos cosas:
La primera, que la clasificación no se otorgaba únicamente por el contenido sexual; lo que entonces se consideraba violencia más allá de lo permisible también valía para obtenerla. Y, a la hora de calificar, el nombre del director no importaba demasiado, con lo que cineastas del calibre de Osima y Pasolini, por citar dos, vieron mezclados algunos títulos inmortales con las últimas guarrindongadas celtibéricas. También se estrenaron como películas “S” el clásico hoy superadísimo de Wes Craven Las colinas tienen ojos, o la primera entrega de Mad Max, que hoy le arranca bostezos de media hora a cualquier quinceañero aficionado al Killzone.

Y la segunda, que nadie parecía haber tenido en cuenta que la represión que atenazaba como la gripe a tantos españolitos convertía la “S” en el equivalente de un tanque de cerveza Duff para Homer Simpson, o el de un cartel de Toys’ re Us para Michael… Bueno, la cuestión es que la “S” se convirtió en un imparable reclamo comercial, hasta el punto de que muchos productores estaban dispuestos a hacer lo indecible para conseguirla en sus estrenos. Sólo tres años después del párrafo anterior, Pérez Gómez contaba el caso del film de Jose Antonio Barrero La sombra de un recuerdo:
“Ha sido rebautizado por el distribuidor como El violador y sus mujeres a la sombra de un recuerdo y clasificado, claro, con el anagrama “S””.
Consiguiendo, añadiría yo, uno de los títulos más lisérgicos de la historia del cine patrio.