jueves, julio 31, 2008

¿Un mal trabajo?


Uno de mis remedios de siempre contra el abatimiento o la flojera es ponerme unas cuantas escenas de Uno, dos, tres (1961), de Billy Wilder. Te carga las pilas con más eficacia que una bañera de Red Bull. Ya lo dejó claro Wilder cuando empezó a planearla junto con su colaborador I. A. L. Diamond; se dice que en la primera página del guión se lee la frase. “Esta pieza debería tocarse molto furioso. Velocidad sugerida: 110 millas por hora en las curvas, 140 en las rectas”.

Y eso es justo lo que ocurre. Uno, dos, tres no es una película, es una montaña rusa de la que no te quieres bajar. En el caso improbable -e imperdonable- de que alguien no la haya visto, recordemos a grandes rasgos el argumento: James Cagney interpreta a C. R. MacNamara, director de la filial de Coca-Cola en el Berlín Occidental, al que su jefe de Atlanta le comunica que va a enviarle a su hija de 17 años para que se quede con él y su familia durante unas semanas. Aunque le cuesta las vacaciones, MacNamara accede, porque ve una posibilidad inmejorable de hacer méritos. El problema es cuando, un tiempo después, se entera de que la inocente chiquilla se ha estado escapando todas las noches al Berlín Oriental y se ha casado con un revolucionario. La solución es hacer que los propios comunistas arresten al novio acusándole de traidor, y santas pascuas. Lo malo es que, una vez conseguido esto, MacNamara se entera de que a) la hija de su jefe está embarazada y b) su jefe llegará dentro de 24 horas a Berlín en una visita sorpresa. Por tanto, tiene 24 horas para sacar al novio de la cárcel, traerlo a Berlín Occidental y convertirle en un capitalista -aristócrata, además- que resulte presentable a sus futuros suegros.

Bueno, a medida que escribía este resumen, se me han ido agolpando en la memoria las docenas de chistes, golpes y situaciones inesperadas que tiene la película; Wilder, como de costumbre, no se corta y reparte a lo Bud Spencer, a izquierda y derecha, arriba y abajo, a americanos, soviéticos y alemanes; esa visita de la delegación rusa (“Tome un sigarrrro; son cubanos. Nosotrrros les damos cohetes, y ellos sigarrrros puros”. “¡Cof! Oigan, les han engañado. ¡Este cigarro es de la peor calidad!” “No preocuparrrr. Nuestros cohetes también peorrrr calidad”), esos empleados de la fábrica, que se levantan como un solo hombre cuando pasa MacNamara; ese retrato que hace del presidente de la Coca-Cola, y de la propia Atlanta (“Eso es Siberia con discriminación racial”), y, por supuesto, esos últimos cuarenta minutos, donde James Cagney demuestra que ningún otro actor hubiera podido interpretar el papel del brillante, sinvergüenza, cínico, tramposo y encantador C. R. MacNamara, a medida que se mueve sin parar de un escenario a otro disparando el diálogo como las balas de la tommy gun en sus antiguas películas de gángsters.

El caso es que estos días me estoy leyendo una biografía de Cagney escrita por su amigo John McCabe. Esto de las biografías escritas por amiguetes es mejor evitarlo -no lo sabía cuando la compré- porque invariablemente se pondrán de su parte en cualquier episodio comprometido. Cuando leí Cagney by Cagney, la autobiografía del actor, ya sabía que no lo había pasado nada bien en el rodaje: no se entendía con Wilder, a quien consideraba un tirano (le hizo repetir más de treinta veces una escena porque no conseguía decir completa la frase “¿dónde está la chaqueta de mañana y el pantalón a rayas?”) y se entendía peor con Horst Bucholtz, a quien consideraba un chupa planos de la peor especie; “Después de más de treinta años en este negocio llevándome bien con todos los actores, en la última película que hice me tuve que encontrar con este tío”, vino a decir.

Pero lo que no sabía era que Cagney no tenía buena opinión ni de la película, ni de su trabajo en la misma. Lo único que admite es que “lo hice lo mejor que pude”, pero considera que Wilder le dirigió en un ritmo “completamente equivocado”. Eso sí que me ha dejado clavado, porque aunque parte de la crítica se lanzó a la yugular de Uno, dos, tres cuando se estrenó (incluída la para mí inaguantable Pauline Kael), con el tiempo ha quedado registrada como una de las mejores comedias jamás hechas, y el trabajo de Caney y de Wilder solo ha merecido elogios.

Claro que Cagney nunca quiso ver la película. Habitualmente, no solía verse en la pantalla, pero en este caso tenía un motivo adicional: no volver a verle la cara a Horst Bucholtz.

miércoles, julio 30, 2008

Una de baturros

Ayer se cumplió el 25 aniversario de la muerte de Luis Buñuel. Pero no es algo que me haya llamado especialmente la atención. ¿Soy el único aficionado al que el cine de Buñuel no le dice nada, o hay más gente por ahí que no se ha atrevido a abrir la boca por aquello de quedar bien? A mí, la verdad -de lo que he visto, ojo- quitando El angel exterminador, poco ha habido que me haya vuelto loco. Está, por supuesto, la tremenda fuerza de Las Hurdes Pero, por ejemplo, Viridiana me aburre, aunque quizá debería volverla a ver.

No soy el único que piensa así de Viridiana. Esta película, rodada en 1960, supuso el regreso de Buñuel a España después de años de exilio más o menos voluntario. Es curioso que, a pesar de volcar en el argumento buena parte de sus obsesiones sobre la religión y el sexo, no tuviera mayores problemas con la censura franquista salvo la obligación de cambiar el final. Aprobada la película, se presentó en el Festival de Cannes y ganó la Palma de Oro. Y entonces se lió la de San Quintín.

Según nos cuenta Fernando Méndez-Leite en su imprescindible Historia del cine español en 100 películas, “El entonces director general de Cinematografía y Teatro, don Antonio Muñoz Fontán, recogió el premio encantado de regresar a la España de Franco con el primer gran triunfo internacional del cine español. Cuando llegó a Madrid se encontró cesado. La escena de la orgía de los mendigos y la similitud de su composición con La última cena, de Leonardo, habían irritado a L’ Observatore Romano, que había publicado una crítica lamentando que fuera la católica España quien presentara en Cannes un film ateo y blasfemo”.

Viridiana”, continúa Méndez-Leite, “desapareció de la publicidad, de la radio y de la prensa. Su existencia se silenció y se prohibieron terminantemente sus proyecciones en territorio español. Los productores consiguieron sacar el negativo de España y lo guardaron en París”. Y la prohibición de la película no se levantó hasta 1977, cuando pudo por fin reestrenarse en salas españolas.

Una historia verdaderamente triste, una más de esos años. Pero ¿por qué les decía que no soy el único que no considera a Viridiana ni fu ni fa? Porque hay constancia de que Franco, gran aficionado al cine -sobre todo al que él mandaba hacer- ordenó que le proyectaran la película en El Pardo, y no encontró que la cosa fuera para tanto. De hecho una historia apócrifa cuenta que salió de la sala de proyección diciendo, aproximadamente “La verdad, estos curas, cómo exageran. ¡Pero si todo lo que hay aquí son chistes de baturros!”.

Ya les digo, que voy a tener que volver a ver Viridiana. Porque no me hace ninguna gracia que mis gustos, ni en cine ni en nada, coincidan con los de ciertas personas.

domingo, julio 27, 2008

Cineastas y federales



Estamos estos días conmemorando el centenario de una de las instituciones legales que más argumentos han aportado a la ficción cinematográfica: el FBI, iniciales de Federal Bureau of Investigation u Oficina Federal de Investigación, creada como una manera de combatir la creciente ola de gangsterismo y evolucionada luego a combatir muchas otras cosas, algunas, la verdad sea dicha, con más razón que otras.

Se podría hacer una competición curiosa a la hora de determinar cuál de los dos grandes organismos norteamericanos, la CIA o el FBI, ha aparecido en más películas (¿Mulder y Scully son de una o de otro? Es que nunca he sido fan de Expediente X…). Pero de lo que no cabe duda es de que el hoy centenario Bureau ha estado relacionado de un modo mucho más estrecho con el mundo del cine. No siempre para bien. A mediados del siglo pasado, durante la infame época de la caza de brujas, su todopoderoso director durante más de 40 años, J. Edgar Hoover, comenzó a ordenar seguimiento intensivo de cualquier estrella de Hollywood sospechosa de tener mínimas relaciones con el comunismo. A medida que pasaban los años y aumentaba su paranoía -y, según parece, el número de rojazos sueltos-, la lista de celebridades puesta bajo sospecha fue aumentando. Sus tentáculos no llegaban sólo al mundo del cine, y no voy a aburrirles aquí con su historia con los Kennedy, porque esa se la sabe un niño de primaria: baste recordar que tanto John Fitzgerald Kennedy como su hermano Robert querían eliminar a Hoover a toda costa. Pero ni siquiera tras llegar a presidente pudo Kennedy con él, sóbre todo cuando Hoover demostró estar perfectamente al corriente de sus relaciones sexuales con Judith Campbell, una chica de reputación nada dudosa (quiero decir que estaba clarísima) que simultaneaba sus encuentros presidenciales como el cantante Frank Sinatra y el mafioso Sam Giancana. “No se preocupe, señor presidente, yo me aseguraré de que esto jamás salga a la luz”. Algo así debió decirle, porque Kennedy captó la directísima indirecta al momento, y en los años que le quedaban de vida no volvió a intentar levantarle la mano a Hoover.

Al igual que lo serían años más tarde John Lennon o Jane Fonda, Marilyn Monroe se convirtió, a partir de 1955, en uno de los principales objetivos de Hoover. El motivo fue el matrimonio de la actriz con el escritor Arthur Miller, considerado un comunista peligroso -valga la redundancia, porque para Hoover todos los comunistas eran peligrosos- por el FBI y, como tal, sometido a una estrecha vigilancia, que no tardó en ampliarse a su nueva esposa. Según nos cuenta su biógrafo Donald Spoto, en ese año “comenzó a acumularse en Washington un minucioso archivo sobre Marilyn Monroe, del que ella jamás tuvo conocimiento. Se trata de un ridículo derroche de papel”.


Marilyn aborrecía a Hoover, y no se privó de declararlo en voz alta. ¿Y Hoover? ¿Debemos creer a los rumores que cuentan que durante años tuvo colgada en su oficina la famosa fotografía de la actriz donde posaba desnuda sobre una tela roja?







martes, julio 22, 2008

Leyes inmutables

Veinte teoremas sobre películas de aventuras:

1. El “traidor” es el secretario.
2. Los policías llegan en el momento en que el asesino salta por la ventana.
3. El joven que va a salvar a la muchacha rubia subirá por la escalera de hierro de la escalera posterior.
4. Si hay herencia de por medio, no debemos fiarnos del tutor de la muchacha rubia.
5. El armario-librería que hay en el fondo del salón gira sobre sí mismo y da acceso a un laboratorio.
6. La huida se verifica siempre por la trampa que hay debajo de la alfombra del despacho.
7. El espía se esconde siempre en el baúl trasero del auto.
8. Los raptores sacan a la muchacha rubia por la puerta de servicio, mientras el periodista que viene a salvarla entra por la puerta principal.
9. El papel comprometedor se cae siempre al suelo al sacar el pañuelo del bolsillo para enjugarse el sudor el amigo del periodista.
10. Las cartas se escriben a velocidad seis veces superior a la normal.
11. La lucha a brazo partido empieza en el segundo piso y acaba en la planta baja, después de romper durante ella el barandado de la escalera y la mesa del centro del salón.
12. Debajo de la ventana hay un árbol en cuyas ramas puede agarrarse uno en caso de apuro.
13. La mecha de la bomba se quita minuto y medio antes de que estalle.
14. Los automóviles de los bandidos pasan bien por todas partes. Los de los perseguidores acaban volcando en un terraplén donde los otros no hicieron más que dar un derrapazo.
15. En el jardín hay un cepo para zorros donde se pilla la pierna y muere a tiros el bandido que a última hora se ve arrepentido de aquella vida que llevaba.
16. Menos mal que el traidor no se afeita el bigote, lo que le permite reconocerle la policía en las últimas escenas, cuando se fingía médico cirujano para "cargarse" a Margaret.
17. La caja de caudales está empotrada en la pared, debajo de un cuatro torcido.
18. El millonario muere en un sillón, estrangulado por una mano misteriosa.
19. El puñal malayo que hay colgado en la pared da mucho juego.
20. El policía que se pasea ante la fachada del Banco no se entera de nada hasta que el vigilante de noche no aparece, arrastrándose y moribundo, en el umbral de la puerta.

Esta lista fue escrita en los años veinte, si no estoy mal informado, por el gran, el inigualable, Enrique Jardiel Poncela. Si echamos un poco de imaginación y actualizamos algunas de las situaciones. ¿Diría alguien que ha dejado de estar vigente?

domingo, julio 20, 2008

Un jo-di-do problema

Nunca me había percatado de ello, pero un amigo sacó el tema durante una noche de copas:

- ¿Te das cuenta de cómo están hablando los jóvenes de ahora?

- ¿Mande?

- Es decir, como pronuncian algunas palabras. A mí me ha llamado la atención ver cómo cada vez hay más gente que usa la palabra “jodido”. Pero, además, pronunciándola así, con todas las sílabas: jo-di-do. Aquí nunca hemos pronunciado esa palabra así. De hecho, tampoco la hemos usado nunca como adjetivo, que es como se usa ahora: lo usábamos más bien como calificativo, y nunca la pronunciábamos entera: “como corre el jodío”, por ejemplo. Pero ahora los chavales hablan del jo-di-do tal y del jo-di-do cual, todo el tiempo. Y yo creo que es culpa del doblaje de las películas.

Bueno, otro argumento para los que estamos a favor de la versión original. ¿Es posible que en efecto el doblaje esté haciendo calar entre nosotros algunas expresiones o giros americanizados?. En su Nuevo Dardo en la Palabra, Fernando Lázaro Carreter hablaba del uso inverosímil de la palabra “pavo” en las películas dobladas: “Me debes veinte pavos”. Fue la mejor manera, supongo, que tenían los traductores de adaptar la palabra “buck”. Pero el académico sostenía que su uso en las películas era absurdo, porque ningún españolito de a pie la utilizaba en su vida cotidiana.

Ahora no tendría que preocuparse: los chavales de hoy la usan mogollón, y sospecho que tiene que ver no tanto con el doblaje como con el cambio de moneda. Desde que cobramos (poco) y pagamos (mucho) en euros, ahora sí tenemos cosas que valen veinte, cincuenta, cien “pavos”, y la palabra está conociendo un uso cotidiano creciente. No son los únicos casos; hay uno tremendo. ¿No se han encontrado con ninguna película yanqui -doblada, por supuesto-, donde de repente se ponen a cantar una cancioncilla de lo más absurdo que dice, más o menos, “hay cien botellas en la pared / hay cien botellas en la pared / si se cayera una quedarían noventa y nueve botellas en la pareeeeeeed…”?

No hay que investigar mucho para descubrir que semejante tontería es la traducción directa de una canción infantil titulada, en efecto, One hundred bottles of beer on the wall, propia para cantarla en autobuses escolares, camino de la excursión, del parque temático o de la catequesis, según. Pero el caso es que en España tenemos nuestra propia versión, ya saben, esa de “Un elefante / se balanceaba / sobre la tela de una araña / y como veía / que no se rompía / fueron a buscar a otro elefante” que, en mi infancia y preadolescencia, tenía también una versión política (“Un estudiante / se manifestaba / en la Avenida Jose Antonio / Y como veía / que no le disolvían / fueron a buscar a otro estudiante”) y otra pornográfica (“Un elefante / se la meneaba / sobre la tela de una araña / y como veía / que no se XXXXX / fueron a buscar a otro elefante”).

Bueno, pues cualquiera de estas tres versiones, creo, podría sustituir en el doblaje a la canción original, sin tener que hacer el canelo traduciendo unos versos que para quienes no sean yanquis no significan nada. En mi humilde opinión.

Todo este rollo se lo cuento, además, porque en la sección de links pueden dar la bienvenida a Switch Off And Let's Go, especializado única y exclusivamente en detectar fallos en la traducción y doblaje de las películas extranjeras; verdaderamente interesante. Echen un vistazo, que no se arrepentirán.

Y también damos la bienvenida a Lego y Pulgón, fiel visitante de este blog y que también escribe sobre cine (entre otras cosas).

¡Ah! Y en la foto de hoy sale El Nota porque el otro día me enteré de que la palabra “fuck” sale 281 veces en El Gran Lebowski. Posiblemente, un jodido récord.

martes, julio 15, 2008

Man on the Moon

El pasado sábado, Documentos TV cumplía su programa número 400, si no recuerdo mal, y para celebrarlo, emitieron durante toda la noche una selección de los mejores documentales de su historia. Entre ellos, uno que me sorprendió no poco la primera vez que lo vi, y que ahora he vuelto a disfrutar: Operation Lune, dirigido en 2002 por William Karel, y que, a su manera, constituye una pequeña venganza para los periodistas que hemos tocado, en algún momento de nuestra carrera, la información científica.

Operation Lune pertenece a la misma categoría que esa pequeña obra maestra que es Fake, de Orson Welles: la de los falsos documentales, donde director y actores -porque hay actores- nos toman el tupé a base de bien sobre un tema determinado. Y aquí no se escatiman medios, porque la ocasión lo merece. ¿de qué trata? De la llegada del hombre a la Luna. O mejor dicho, de la no llegada, porque imagino que ya sabrán ustedes que el supuesto viaje del Apolo XI no fue más que una gigantesca operación de montaje, un pegote, una trola monumental, y que las supuestas fotos de los astronautas sobre la superficie lunar en realidad se filmaron en un estudio, como demuestran innumerables pruebas aportadas por reputados psicopat… digo, investigadores de lo paranormal.

No se fíen de los agentes imperialistas que intentan desmentir a estos héroes: lo que ocurrió realmente fue que Richard Nixon estaba aterrorizado ante la idea de que el viaje espacial fracasara, y consultó con su Secretario de Estado, Henry Kissinger, con el director de la CIA Richard Helms, con el congresista Donald Runsfeld… y entre todos decidieron montar la farsa, que sería dirigida por un cineasta que acababa de concluir una película que trataba, precisamente, sobre la conquista del espacio: Stanley Kubrick. La filmación se llevó a cabo en el máximo secreto en unos estudios de Londres, y a todos los que participaron en ella se les facilitó después una nueva identidad.

Lo malo es que la paranoia de Nixon fue en aumento, y decidió que lo más seguro era eliminar a todos los que sabían algo. Así que la CIA los fue cazando uno por uno, en una operación de exterminio que duró más de diez años. Uno de los pocos supervivientes fue Kubrick, pero temió tanto por su vida que se negó a abandonar su casa, y en los años siguientes filmaría todas sus películas en Inglaterra. Así lo corrobora el testimonio de su viuda, Christiane.

Tremendo, ¿verdad? Lastima que sea todo mentira. Lo maravilloso del documental es que William Karel haya conseguido la participación de gente tan notable para filmar lo que no es otra cosa que una quedada monumental. Mezclados con imágenes de archivos tenemos los testimonios de Alexander Haig, Runsfeld, Kissinger, Helms y las viudas de Kubrick y del astronauta Buzz Aldrin, entre otros que van soltando ante la cámara burrada tras burrada ("Sí, sí, los matamos a todos") sin que se les altere la expresión. Para complementar la cosa, tenemos también los testimonios de personajes anónimos que participaron en la operación, como el rabino que escondió en su sinagoga a uno de los testigos durante diez años, antes de que la CIA acabara con él.

Eso sí, la película está llena de pistas que dejan claro que todo es cachondeo a cualquiera que tenga un poco de cultura general: los nombres de los personajes anónimos, por ejemplo. Uno se llama Ambrose Chapel, que es un nombre procedente de El hombre que sabía demasiado, de Hitchcock; otro es Jack Torrance, ya es casualidad, como el protagonista de El Resplandor; ¡Y otro, David Bowman, que es uno de los astronautas de 2001!. Pero el mejor es el rabino que esconde al testigo: nos dicen que su nombre W. A. Koenigsberg; Koenigsberg es el verdadero apellido de Woody Allen, y las iniciales W. A., pues… Y encima, cuando habla de su relación con el testigo, declara con toda tranquilidad: “la verdad, ese hombre como estudiante de la Torah era bastante extraño… siempre sostenía que el judaísmo no prohíbe comer carne de cerdo, sino que más bien recomienda evitarla en ciertos restaurantes”. El chiste puede encontrarse en Sin Plumas.

En fin, un ejercicio de sano cachondeo que les recomiendo si alguna vez lo vuelven a pasar. Y ahora, el epílogo: un tiempo después de que lo emitieran por primera vez, estaba en una reunión de amigos un fin de semana y, no sé cómo salió el tema del hombre en la Luna. Y una de las presentes dijo, muy convencida: “¡Pero si es verdad, el viaje fue de mentira! ¡El otro día salió un documental en televisión donde LO CONFESABAN TODO!”

Me levanté a por otro Jack Daniels. ¿No hubieran hecho ustedes lo mismo?

Pero, según declara un divulgador científico de primera fila, no fue el único caso...

lunes, julio 14, 2008

Moralidad dudosa


Llevaba un tiempo sin leer libros sobre cine. Supongo que era por saturación, y además las lecturas de uno no se reducen a un solo tema. Pero el caso es que hace unos meses, me cansé y además me cansé a mitad de un libro, que estos días he retomado: la excelente biografía sobre James Stewart escriba por Marc Eliot (no se me pierdan la página web que tiene este pavo). Y acabo de llegar a una parte que me ha hecho pensar.

Se refiere a una de mis películas favoritas, no sólo de James Stewart, sino en general: La ventana indiscreta, que rodó en 1954 a las órdenes de Alfred Hitchcock. Creo que ya he dejado caer por aquí alguna vez que a mi Hitchcock, pues como que no me mata… tiene muchos puntos débiles, vaya. Pero esta película me sigue pareciendo perfecta, sin mácula, y además, es uno de los ejercicios más arriesgados que se hayan hecho nunca en lenguaje cinematográfico. ¿Se acuerdan del argumento? James Stewart interpreta a un fotógrafo de prensa que se ha roto una pierna mientras cubría una carrera de coches. Confinado en su apartamento, dedica su tiempo libre a espiar a los vecinos de enfrente que, por cierto, son una fauna de lo más variopinto. Y, de tanto mirar, acaba siendo testigo de lo que él cree que es un asesinato…

A partir de ahí, comienza un juego de intriga donde Hitchcock juega con la cámara a su gusto, alcanzando unos niveles de virtuosismo pocas veces vistos, ni antes ni después. Pero yo de lo que les quería hablar es del personaje que interpreta Stewart. Como muy bien dice Eliot “lo que hace tan gratificante la interpretación de Jimmy es que consigue combinar todas las fantasías sádicas, obsesivas y voyeurísticas de Hitchcock, y aún así consigue un personaje con el que el público se identifica, y por el que se preocupa”.

En efecto. Si analizamos un poco la psicología de este personaje, veremos que es un sujeto muy poco recomendable. Es un cotilla, un voyeur, un mirón, y encima, un mirón con teleobjetivo que se mete en las intimidades ajenas sin el menor recato. Pero, como lo interpreta James Stewart, consigue que nos olvidemos del asunto y sólo veamos a un hombre amenazado que, a fin de cuentas, ha descubierto a un asesino.


Es curioso esto de la fuerza que tienen algunos actores (no, no pienso decir "actores y actrices"; aquí, gilipolleces políticamente correctas, las justas) para interpretar a personajes de moralidad dudosa y, aún así, caernos bien. ¿se acuerdan de esa obra maestra que es El apartamento (1960) de Billy Wilder? ¿Alguien querría tener cerca de un sujeto como su protagonista, C. C. Bakter? ¡Por Dios, pero si es un trepa de la peor especie, que asciende en la empresa a base de prestar su apartamento a los jefes para que se lleven allí a sus queridas! En la vida real, lo mínimo que le podría pasar es que los compañeros le echaran Evacuol en el café, o algo parecido. Pero, ah, es Jack Lemmon. Y Jack Lemmon no puede caernos mal. Por eso al final, en lugar de que el resto de los empleados le escupan a la cara por turnos, se redime y, encima, se queda con la chica.


La magia de las estrellas. Mucho más que mero sex-appeal.

miércoles, julio 09, 2008

Viaje con nosotros


Cuenta Antonio Muñoz Molina que Fernando Fernán-Gómez escribió una obra de teatro en cuyo primer acto se contaban las paranoias de un cabeza de familia: este buen hombre estaba convencido de que todas las decisiones tomadas por el gobierno tenían el único y exclusivo fin de amargarle la existencia. Por ejemplo, cogía el periódico y empezaba a despotricar: “¡Claro, ahora van y suben el pollo! Y dicen que es por la inflación… ¡Pues no! Lo que pasa es que, como saben que me gusta el pollo, pues lo suben para fastidiarme…”. O bien: “¿Pues no se han puesto a hacer obras en la calle tal? ¡Claro, como es la que cojo todos los días para ir al trabajo, la llenan de obras, para obligarme a dar un rodeo y tardar más!”.

Como se pueden imaginar, la mujer y los hijos no pueden más de él, hasta que empieza el segundo acto… ¡Y éste tiene lugar en un consejo de ministros, donde efectivamente, se dedican sólo a pensar qué pueden hacer para putear al protagonista!

Me acordé de esto el lunes, cuando vi que en La Sexta echaban la película de John Hughes Mejor solo que mal acompañado (horrible traducción del original Planes, Trains & Automobiles), protagonizada en 1987 por Steve Martin y John Candy. Miren, bórrense del blog ahora mismo si quieren, pero a mí me gusta esta película, aunque solo sea porque, a lo largo de su metraje, consigue llevar la Ley de Murphy hasta su máxima expression: TODAS las cosas malas que pueden pasarle a una persona en un viaje ocurren aquí, hasta el punto de que cabe empezar a pensar, como el personaje de Fernán-Gómez, si no habrá un poder superior empeñado en amargarnos la vida.

Si no saben el argumento se lo resumo: el ejecutivo interpretado por Martin tiene que estar en Chicago a tiempo para celebrar el Dia de Acción de Gracias (son yanquis ¿qué quieren?) con su familia; pero una tormenta de nieve causa primero un retraso en su vuelo, y luego un desvío, y le deja más colgado que un calcetín, con la única compañía del gordo patoso interpretado por Candy para acompañarle en su viaje. No estropeo nada si digo que, al final, todo sale bien, y el ejecutivo y el gordo quedan amigos para siempre.

A mí Mejor solo… me recuerda, en cierto modo, a otra película, Los encantos de la gran ciudad (Arthur Hiller, 1970) donde a una pareja de recién casados les pasaba de todo y por su orden durante un viaje a Nueva York. La diferencia es que, en aquella película, Jack Lemmon –con lo que yo le quiero- estaba de lo más histérico e inaguantable; y aquí tanto Steve Martin como John Candy están perfectamente ajustados a sus personajes (quiero decir que no se pasan de muecas). Además, sin mucho esfuerzo podría entrar en la categoría de road-movie, que es uno de mis géneros favoritos, a ver si algún día hablamos de él... Y es difícil no acordarse de ella cuando uno se enfrenta con pérdidas de maletas (me ha pasado), retrasos injustificados (también) o, yo qué sé, una huelga de transportistas (esto nos ha pasado a todos, y no hace mucho).

Por cierto, un detalle: todas las compañías de aviación, tren o alquiler de coches que aparecen en la película son ficticias. Ya se sabe que ninguna empresa de aviación permite, y es comprensible, que su nombre aparezca en una película sobre desastres aéreos (de ahí que haya tantas empresas inventadas, como la famosa Oceanic, que no sólo sale en Perdidos), pero ¿Que nadie del sector de viajes quiera dar la cara en una cinta donde aparecen retrasos, gente tirada en los aeropuertos, cambios (a peor) en la clase del vuelo, compañías de alquiler de coches que se equivocan y encima te insultan…? ¡Cobardes!

lunes, julio 07, 2008

Viva deportivamente

La verdad, es un poco difícil sustraerse a la fiebre deportiva que invade el país desde hace unas semanas. A los gritos de ¡ESPAÑAAAAAAAAA! con los que fuimos machacados de forma inmisericorde todos los que intentábamos escapar a la obligación de ver los partidos de la Selección, se ha unido la -merecidísima, desde luego- victoria de Rafa Nadal en Wimbledon. Pero yo voy a lo mío, como siempre, y cuando intento comparar la fiebre de los deportes y la fiebre del cine, encuentro que ambos medios de entretenimiento (sí, ya sé que el cine es un arte; pero seguro que habrá quien diga que el fútbol también lo es) tienen bastante mala relación.

La verdad sea dicha: no hay demasiadas disciplinas deportivas que aguanten bien el paso a la pantalla grande. Por lo menos, las que más nos tiran por aquí no tienen mucha suerte. Pensemos en el fútbol. ¿No sería posible hacer una película de ficción que transcurriera en la liga profesional? Nómbrenme una. Y no vale Quiero ser como Beckham, porque ahí el fútbol era solamente una excusa argumental, algo parecido a lo que hizo Woody Allen en Match Point con el tenis, deporte que tampoco ha merecido nunca una traslación cinematográfica digna.

Pensando un poco, se me ocurren algunas excepciones, ninguna completamente lograda. Hace unos años se estrenó la película Wimbledon (2004), una trama de amor de lo más tontorrona protagonizada por Kirsten Dunst, que tenía lugar durante el torneo inglés. Y en el fútbol, lo más recordado es Evasión o Victoria (1981), donde se narraba un partido de prisioneros de guerra contra nazis en la Segunda Guerra Mundial basado, por cierto, en hechos reales (aquí tienen un resumen de lo que verdaderamente ocurrió; siento que esté en inglés); pero como yo no soy de los que se ponen firmes en cuanto oyen el nombre de John Huston -que, sin duda, es autor de varias películas maravillosas-, no me importa decir que esta película es una de la larga lista de truños (Annie, Phobia…) con que el director de El hombre que pudo reinar adornó los últimos años de su currículo.

Esta peli tiene unas cuantas anécdotas encima. De entrada, aún pueden encontrarse páginas Web dedicadas a ella. Y luego es especialmente recordada por las chulerías de Sylvester Stallone que, si recuerdan, interpretaba al prisionero de guerra que paraba el penalty final contra los nazis. La cuestión es que, al principio, había exigido a los guionistas que su personaje debía ser el que metiera el gol de la victoria; estos le contestaron que era un poco difícil, considerando que su personaje era el portero, y tuvieron que inventarse la escena del penalty para aplacarle.

También por aquella época Stallone estaba dedicado a escribir el guión de Rocky III (sí, eso tenía guión, en serio) y le molestaba muchísimo que le llamaran para rodar a menos que estuviera todo preparado, para no perder el tiempo. Un día metieron la pata, y Stallone tuvo que esperar tres horas para comenzar a rodar. Después se dirigió a John Houston y le dijo que aquello era intolerable, y que al día siguiente, llegaría tres horas tarde para compensar.

Si hubiera sido el Huston de antes, quizá la cosa se hubiera arreglado con una pelea a puñetazos como la que, dicen, tuvo con Errol Flynn. Pero ya estaba viejecito, y dejó pasar la cosa. Stallone cumplió su amenaza, y tuvo a todo el equipo esperándole tras horas, incluído su compañero Michael Caine. Cuando por fin llegó, Caine se fue para él y le pidió que hablaran en privado. Todo el mundo se esperaba una bronca de las que hacen época, pero lo que hizo Caine fue decirle con su mejor sonrisa:

- Verás, Sly, anoche estuve de copas y me acosté bastante tarde y bastante mal… así que este retraso tuyo me ha venido de miedo para aprenderme bien mis diálogos de hoy. ¿No podrías hacerme otra vez el favor y llegar un par de horas tarde cualquier otro día?

Stallone cogió la indirecta, y no volvió a retrasarse.

Y sí, ya sé que hay deportes que han tenido más suerte en su paso por el cine. Ya que hablamos de Stallone, el boxeo es uno de ellos (aunque no en sus películas). Quédese para otro día.

jueves, julio 03, 2008

Palabra de Jaime


Estos días estoy, aquí donde me ven, entrevistando a algunos cineastas españoles. Es lo que tienen los cursos de verano de las universidades, que cuando los cubres te toca ir a ruedas de prensa de todo tipo de gente; algunos con más interés que otros. Antes de ayer estuve con Jaime Rosales, el multiengoyado (que no engolado) director de La Soledad, que próximamente presenta Tiro en la nuca, película sobre el terrorismo, en el Festival de San Sebastián, nada menos.

Lo que sigue no forma parte de la entrevista que le hice; es una respuesta que dio en la rueda de prensa cuando le preguntaron por la Ley del Cine. Aunque había agencias de noticias que, supongo, la habrán difundido, yo por si acaso se la incluyo aquí, porque me pareció bastante original, nada victimista y muy cargada de razón. Dice así:

“Bueno, la Ley del Cine es la que hay; Pero para mí al final el problema del cine no tiene que ver con la ley del cine, el problema del cine para mí tiene que ver con el talento. El talento es una cosa que es escasa, pero es algo que se abre camino. La ley del cine ni va a crear más talento, ni va a impedir o a favorecer que el talento se abra paso. El cine argentino, cuando tuvo un boom, fue cuando la industria estaba peor y el país estaba peor. Se dieron las circunstancias de que llegaron grandes cineastas con algo que contar en ese momento, y encontraron las herramientas para contarlo. Yo entiendo también que es muy importante una industria; pero para mí el problema es otro”.

Por cierto, Tiro en la nuca se ha rodado sin subvención; aunque ahora, a posteriori, ha recibido dinero por los derechos para televisión, me contó que tenía tanta necesidad de hacerla que no podía ir por los cauces habituales, y se tiró a la piscina con dos socios. Claro, me dijo después, que eso se ha podido hacer porque es una película “muy barata…”

miércoles, julio 02, 2008

¡No se vayan todavía, aún hay más!

Hace unos días, en una de las redacciones donde todavía me dan algo de trabajo, estuve charlando con el redactor jefe sobre Iron Man. ¿La película? Divertidísima. ¿Robert Downey jr.? Está que se sale. ¿Jeff Bridges? Se lo pasa como los indios haciendo de malo, y se le nota. Y entonces fue cuando le hice la pregunta capciosa:

- Por cierto, muchacho, no te habrás salido del cine antes de que acabaran los títulos de crédito. ¿Verdad?

- Eeehh… Pues sí. ¿Por?

¿Por? Porque yo hice lo mismo, sin saber que había sorpresita después. Les cuento, por si no lo saben: en el universo Marvel hay un personaje secundario que se llama Nick Furia. Su papel es el de director de SHIELD, la organización de recontraespionaje que pulula por todos los cómics de la casa (incluso se rodó un telefilme sobre él, donde lo interpretaba… David Hasselhoff. No sé si alguien lo ha visto y ha sobrevivido). En la versión Ultimate de las colecciones Marvel, que presenta una versión más actualizada de sus héroes, Nick Furia aparece con una pinta algo distinta: ya no es blanco, sino negro, y además es clavaíto a Samuel L. Jackson. Una fotocopia, vamos, y si no, miren arriba. Por lo visto, la idea partió de la propia Marvel, que le pidió permiso previamente al actor. Este, al ser un fan de los cómics, aceptó encantado.

Bueno, pues a medida que avanzaba el rodaje de Iron Man comenzó a rumorearse que Jackson aparecería en la película interpretando a Nick Furia, en eso que se llama un cameo, es decir, un papelito mínimo. Pues la película iba avanzando, y Nick Furia no se dejaba ver. Ni por asomo. Bueno, pues al final, sí que sale. ¿Dónde? En efecto: después de los créditos finales.

Estas bromitas son lo que en inglés se conocen como stingers; escenas que aparecen cuando parece que ya está todo el pescado vendido, para la gente que ha tenido la paciencia de no levantarse de la butaca hasta el final. Habitualmente no son gran cosa, pero bueno. ¿Por qué esta manía de colocar la guinda después del final y no antes?

No estoy muy seguro de cuándo empezó esta costumbre; yo creo que una de las primeras películas en utilizarla fue El último de la lista, una trama de asesinatos misteriosos rodada en 1963 por John Huston. El protagonista -el asesino, vamos- era Kirk Douglas, pero en la película aparecían también Frank Sinatra, Robert Mitchum, Burt Lancaster y Tony Curtis. Lo que ocurría es que salían tan disfrazados que resultaban irreconocibles; así que después del The End aparecían las escenitas de propina donde las cuatro estrellas se quitaban el maquillaje y saludaban al público. Pero eso sí, por lo menos una voz avisaba “¡No se vayan!” para asegurar que la gente se quedaría para apreciar el truquito final.

Arma Letal 3, las tres de Piratas del Caribe, X-Men 3, Daredevil… son solo algunas de las pelis recientes con sorpresa final. Ahora me estoy acordando de El secreto de la pirámide (1985), donde se nos contaban las hazañas del joven Sherlock Holmes, y que tenía un stinger básico, fundamental e imprescindible.

¿Quieren una lista de películas con escena post créditos? Pinchen aquí.

Y, si son de los damnificados por Iron Man… siempre nos queda You Tube.