a) Estén sordos
b) Quieran estarlo
Ya conocen, por otra parte, su efecto colateral: a los capos de la Camorra no les ha gustado demasiado la publicidad que les ha proporcionado la película, ellos que estaban tan tranquilos robando, matando y extorsionando mientras todo el mundo se concentraba en sus vecinos de Sicilia, así que han cogido a Roberto Saviano, el autor del libro, y le han hecho un contrato, no precisamente indefinido con móvil de la empresa, o sea. Lo cual no les ha impedido forrarse de modo paralelo vendiendo copias piratas de la película por las calles de Nápoles. La doble moral de los gángsters, que nunca falte.

Esto de la imagen cinematográfica de los mafiosos –vamos a incluir aquí a la Camorra, aunque sea otra cosa- ha evolucionado bastante desde los tiempos de El Padrino (1972), y creo, modestamente, que para bien. Podemos entrar en discusiones sobre si el cine tiene que reflejar la vida tal como es o embellecerla, pero las películas de Coppola, siendo como son una maravilla cinematográficamente hablando, ofrecen una imagen muy superada por todos los que han venido después. Los mafiosos de Puzo y Coppola son el no va más de la bondad y el glamour; sus acciones nunca tienen consecuencias negativas para los ciudadanos inocentes. No les vemos arruinar vidas, amenazar a familias, extorsionar comerciantes. Y encima, sólo matan a otros mafiosos, que son, además, mucho más malos que ellos (aunque cabría preguntarse por qué, pues tampoco les vemos nunca hacer nada que los Corleone no hicieran, o estuvieran dispuestos a hacer).
Tuvo que llegar Scorsese y, posteriormente, Los Soprano para que conociéramos una imagen de la Mafia más cercana a la realidad, no sólo en cuanto a su condición de cáncer para la sociedad –todo el mundo queda perjudicado cuando andan cerca-, sino también en cuanto a su estética: los gángsters de la vida son una panda de horteras, incultos, groseros, primitivos, y más brutos que un arao. El smoking y el champán dejaron paso al chándal y las barbacoas; el “le haré una oferta que no podrá rechazar”, al “te voy a rajar las putas tripas”. Y así, claro, no hay quien vaya por la vida como un Hombre de Honor.
Con El Padrino, ya les digo, fue otra cosa. Carl Sifakis, en su imprescindible libro The Mafia Encyclopedia, cuenta el caso del detective de la policía de Nueva Jersey Robert Delaney, que se infiltró en las familias de Nueva York y testificó ante un subcomité del Senado estadounidense en 1981:
“Las dos partes de El Padrino han tenido un impacto en estas familias criminales”, declaró, mencionando el caso de mafiosos que las habían visto hasta diez veces. También contó la ocasión en que fue a cenar a un restaurante con un grupo de gángsters, entre los que estaba Joseph Doto, hijo del mafioso Joe Adonis. “Le dio al camarero un montón de monedas de 25 centavos y le dijo que pusiera en la gramola la misma canción una y otra vez: el tema de El Padrino. Lo estuvimos escuchando durante toda la cena”.
El senador Sam Nunn preguntó entonces. “¿Está usted diciendo que a veces los gángsters ven la película para saber cómo se supone que deben comportarse?”.
“Exactamente”, contestó Delaney. “Esa película les enseñó cantidad de cosas”.
Hay que decir que en Gomorra hay también dos personajes cautivados por la mitomanía del cine de gángsters, aunque no con El Padrino, sino con El precio del poder (1983) de Brian de Palma. Bueno, todos hemos jugado de niños a ser El Zorro o Tarzán; tiene gracia que sean los criminales precisamente los que no han crecido.