sábado, abril 10, 2010

Plano general de la Gran Vía

La Gran Vía de Madrid ha andado estos días muy ocupada con su centenario, o mejor podría decirse que han sido los medios de comunicación los que andan muy ocupados con los cien años de la Gran Vía. Su papel como escenario cinematográfico no ha pasado desapercibido en estas conmemoraciones. Es lo bueno del cine, o al menos del cine rodado en escenarios naturales: con el tiempo, se convierte en uno de los mejores testimonios de imágenes y sonidos sobre la evolución de un país, una ciudad, o incluso una calle tan relacionada con el celuloide como la que nos ocupa.

Los lectores más jóvenes no podrán evitar acordarse de El día de la bestia (Alex de la Iglesia, 1995) cada vez que se fijan en el anuncio luminoso de Schweppes que corona la Plaza del Callao; pero los que vamos teniendo algunos años –tampoco tantos, no se crean- recordaremos que, cruzando la calle, un poco más abajo, tenía su oficina Germán Areta, el detective interpretado por Alfredo Landa que protagonizó las dos entregas de El Crack, de Jose Luis Garci; en la primera de las dos películas, incluso pueden verse algunos planos generales tomados antes de que se instalara el primer McDonalds de España, en la esquina con la calle Silva. La misma calle, por cierto, de donde salía un desorientado Eduardo Noriega en la impactante escena inicial de Abre los Ojos.

Seguro que si nos ponemos, sacamos muchas más películas española que han rodado en alguna zona de esta calle siquiera unas escenas, desde Historias de la radio (1955) de Jose Luis Sáenz de Heredia, a El corazón del guerrero (2000), opera prima de Daniel Celda 211 Monzón, pero la verdad es que a mí, lo que más me apetecía en la entrada de hoy, era hablar de la relación del cine y la Gran Vía vista desde el otro lado de la pantalla, como una de las principales referencias de Madrid a la hora de ver películas; todavía no hace tanto tiempo que toda su trayectoria hervía de cines, comenzando por el Imperial, especializado en películas de Walt Disney, y terminando por el Coliseum, antes de que la propia evolución de la calle y el urbanismo, junto con el auge de los multicines, los fuera cerrando uno por uno. Lo del Imperial es fácil: todos los que tenemos cierta edad hemos visto –más bien, oído- cómo se cepillaban a la madre de Bambi en sus pantallas, pero ¿Y los demás?



Lo curioso, cuando me pongo a recordar los cines de la Gran Vía y las películas que vi en ellos, es que me salen un montón de películas, en fin, pasables, o directamente malas, algunas con su anécdota correspondiente. El motivo era, supongo, que las vi en los años de mi adolescencia, con mis colegas del cole, antes de que la versión original comenzara a florecer por la calle Martín de los Heros y trasladara mis preferencia al sur de la Plaza de España. No todo fue malo, por otra parte: en el Capitol- que aún sigue en activo- disfruté del Superman de Richard Donner y de Apocalipsis Now, en cuyo pase regalaban -¡excepcionalmente!- un folleto en blanco y negro con imágenes y artículos sobre la película, folleto que todavía conservo.

Pero haciendo un poco de repaso… En el extinto Palacio de la Música cayeron engendros como Flash Gordon (Mike Hodges, 1980), y cintas algo más simpáticas como Abyss –no la de James Cameron, sino una peli de intriga de 1977 con Nick Nolte y Jacqueline Bisset, cuyo enorme cartel, que representaba a la Bissett en bikini en un enorme fondo marino, se destiñó en un día de lluvia, tiñendo de azul a los comercios y transeúntes de las proximidades-; en el Avenida, q. e. p. d., me tragué una cinta mexicana titulada Triángulo Diabólico de las Bermudas (René Cardona Jr, 1978), que hoy día no se podría poner ni en Guantánamo… enfrente, en el Palacio de la Prensa, recuerdo Pánico en el estadio (Larry Peerce, 1976), una de intriga con Charlton Heston, y Orca, la ballena asesina (Michael Anderson, 1977), un intento descarado de implicar a estos simpáticos cetáceos en el síndrome de Tiburón; esta, con Richard Harris y Charlotte Rampling.

Un poco más abajo, las cosas mejoraron: en el Gran Vía disfruté de El Muro (1982), de Alan Parker, masacrada entonces por la crítica pero que a un servidor le gustó y le sigue gustando, y en el Pompeya cayeron varias de Woody Allen, entre ellas, desde luego, Manhattan (1979), con lo cual tuve ocasión de contemplar el homenaje a una ciudad emblemática desde el corazón de otra. En el Coliseum recuerdo Capricornio Uno (1977), una de las primeras del luego decepcionante Peter Hyams con un simpático Elliot Gould, y La última locura (1976), de Mel Brooks, que me pareció desternillante a mis trece años… y que luego he evitado cuidadosamente, por si las moscas.

Eran, por lo general, unos cines antiguos, esto es, incómodos hasta decir basta, con butacas fabricadas antes de que se conociera la palabra ergonomía, que convertían el visionado de la película en una heroicidad. El Avenida, en ese sentido, se llevaba la palma. Con todo, lo bueno y lo malo, pertenecen a una época ya pasada, no diré que necesariamente mejor, por cuanto creo que la oferta de películas de hoy día ha ganado en variedad, versión original, y calidad de proyección. Pero todas esas películas –las mías y las suyas- , malas, mediocres, populacheras, quedan grabadas en los recuerdos de infancia y adolescencia de cada uno y, a su manera, como granos de arena, son también parte de la enorme playa que forman los cien años de la Gran Vía.

Dicho lo cual, mi anécdota cinematográfica favorita referida a esta calle corresponde a una escena que jamás se rodó; se dice que en los años sesenta, Luis García Berlanga presentó un guión a la junta de censura, y se encontró con que le prohibían la primera escena, donde todo lo que aparecía en el texto era: “Plano general de la Gran Vía”. Sorprendido, pidió explicaciones… y se las dieron. “Es que, conociendo cómo las gasta usted ¡seguro que aprovecha para meter a dos obispos saliendo de Pasapoga!”


1 comentario:

Silvio Dante dijo...

Cuando estrenaron el Robin Hood de Disney, en el Imperial montaron unas figuras gigantes de los personajes a la entrada. Mis padres me llevaron a verla al Juan de Austria, por el barrio de Chamartín, y no había ni figuras ni ná de ná... Qué decepción.