
Ya he comentado en alguna otra entrada el comentario que sobre ellos hizo el director Richard Brooks: “Eran unos monstruos, unos piratas y unos cabrones de los pies a la cabeza. Pero amaban el cine”. Desde luego, cada uno de ellos tiene en su currículo un número considerable de obras maestras. Pero eso no quiere decir que ninguno de ellos fuera una persona especialmente culta, y podemos quitar el especialmente. Mayer, por ejemplo. Todas sus decisiones sobre si se rodaba o no una película dependían de Kate Corbnaley. Pero esta mujer no era ni productora (¿en aquellos tiempos?) ni guionista ni directora: era actriz, con una gran facilidad para el mimo, que se encargaba de irle narrando las historias susceptibles de filmarse a su jefe, que tenía a gala no leer jamás libros, ni guiones de películas, ni siquiera sinopsis de los argumentos.
La fecha exacta de nacimiento de Mayer es un misterio. Se sabe que el año fue 1882, aunque él posteriormente lo cambió a 1885, y ése es el que figura en su tumba. En cuanto al día, hay indicios de que nació en otoño, pero él estableció el 4 de julio como su cumpleaños oficial, en agradecimiento a su país de adopción. Tenía motivos para estar agradecido: en la década de los 30, era el ejecutivo mejor pagado del país.
Con sus empleados era tan tiránico como cualquier otro de sus colegas, pero sabía disimularlo mediante el engaño, la adulación y la manipulación más descarada. Una de las anécdotas más conocidas que se cuentan sobre él es la de la ocasión en que el actor Robert Taylor, bajo contrato con la MGM, fue a su despacho a pedirle un aumento de sueldo. Mayer se lo negó, argumentando que no era posible en ese momento, pero que si seguía trabajando duro, algún día lo conseguiría, y remató la faena entre lágrimas abrazando al actor y manifestándole el enorme afecto que sentía hacia él. Cuando Taylor salió del despacho, le preguntaron: “Robert, ¿Conseguiste el aumento?”, y él respondió: “No. Pero he ganado un padre”.
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