
Grace Kelly no tuvo ese problema; de entrada, venía de familia rica. Además, gozaba de los elevados ingresos propios de una estrella cinematográfica y, como último detalle, se la había ligado el príncipe Rainiero. Así que se encontraba en Mónaco como en su casa. De hecho, fue su casa para los restos, allí crió a sus tres modélicos hijos y contribuyó a la perpetuación de uno de los más hermosos y cercanos paraísos fiscales que hay en el planeta. De camino, el cine la perdió para siempre. Aunque hubo algunos intentos de hacerla volver a las pantallas -uno de los más intensos, a cargo de su amigo Alfred Hitchcock-, nunca llegaron a nada, en buena parte por la oposición de su marido.
Con el tiempo se han ido conociendo los aspectos más oscuros de lo que en su día se vendió como un cuento de hadas. Pero hay algo que se suele olvidar, y es que la boda de Rainiero de Mónaco era, ante todo, un asunto de estado. No voy a aburrirles con los detalles, pero es necesario reseñar aquí que el príncipe heredero de Mónaco no puede morir sin descendencia; si eso ocurriera, el Principado pasaría automáticamente a ser parte de Francia, con lo que se acabaría el chollo para sus muy privilegiados residentes, familia real incluída.
Así que, antes de que el compromiso se hiciera oficial, Grace Kelly tuvo que someterse a un reconocimiento médico para certificar que podía tener descendencia. No era la primera vez que Rainiero exigía algo así. De hecho, antes de conocerla había vivido seis años de noviazgo con la actriz francesa Gisele Pascal, pero el compromiso se rompió cuando tres informes médicos la declararon estéril. Desconsolado, Rainiero tuvo que buscarse otra mujer.
Un tiempo después, Gisele se casó con otro hombre… y tuvo un hijo.
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