sábado, abril 28, 2007

Qué tiempos aquellos

Una violentísima tormenta vespertina me convence para cambiar mis planes de bajar a Madrid, a aprovecharme del vacío que deja el puente para ir cómodamente al cine. Lo que ocurre es que, antes de decidir quedarme en casa, había estado repasando la cartelera. Puede que lo hubiera visto antes y lo hubiera dejado pasar, o quizás es que la noticia estuviera aún en periodo de transición, pero ayer ya no me quedaron dudas cuando vi el nombre en el periódico: lo que antes fueron los cines Alphaville, en la calle Martín de los Heros, son hoy los cines Golem.

No tengo idea de quién es esta gente de Golem, ni de en qué momento decidieron hacerse con las que, al menos para cierto tipo de público, han sido una de las salas más emblemáticas de la capital. Pero no entiendo qué han ganado con cambiar el nombre. Si se hubiera mantenido el original, puede que muchos hubiéramos hecho como si nada, como si no nos hubiéramos dado cuenta. Total, la fachada sigue estando más o menos como siempre. Pero el nuevo nombre le da a todo el proceso un aire definitivo de sentencia: los cines Alphaville ya no están. Claro que la zona de Martín de los Heros tiene ahora muchas más salas que las que había cuando los Alphaville abrieron sus puertas, y además todas en versión original, lo que la convierte en algo así como un mercadillo del celuloide donde es posible dejarse caer sin planes previos, a ver qué hay, sabiendo que siempre habrá algo, eligiendo la película más apetecible en ese momento, como cuando uno se mete en una librería buscando algo que leer. Pero los responsables de todo eso, los que iniciaron en 1977 semejante camino hacia la abundancia para los cinéfilos, han desaparecido, casi de la noche a la mañana. Sin explicaciones. Con ellos se van mucho más que simples películas.

Dice Antonio Muñoz Molina -y dice bien- que cuando nos dedicamos a buscar los paisajes de nuestra infancia o nuestra juventud, lo que realmente echamos en falta son los ojos con que veíamos ese mundo desaparecido. En el caso de los Alphaville cada uno tendrá sus recuerdos, y los míos se refieren a cuando comenzaba a aventurarme por aquella para mí lejana zona del centro de Madrid, para meterme en un callejón donde llamaban la atención aquellas salas asépticas, en blanco y rojo (¿No era blanco y rojo?), que, lejos de la espectacularidad de los cartelones hollywodienses de la cercana Gran Vía, mostraban su mercancía en unas vitrinas situadas en la pared de la calle. Películas raras, directores desconocidos -Wenders, Vajda, Tanner, Rohmer…- y unos pósters publicitarios de aire surrealista -El tambor de Hojalata, sin ir más lejos- que acentuaban el atractivo del misterio. En el sótano había una tienda diminuta, donde se vendían esos mismos pósters y muchos otros, junto con programas de mano, carpetas de promoción y la exigua oferta de libros de cine de que se disponía en España a finales de los 70.

Y luego estaba la cafetería, a años luz de los lóbregos bares de los cines de sesión continua, organizada como un pequeño cine en sí, donde se podía disfrutar de proyecciones gratuitas de cortos, o de coloquios con los mismos directores que proyectaban sus películas en las salas de arriba. Recuerdo haber asistido a uno con Wim Wenders, después del cual me metí directamente a disfrutar de El amigo americano. Las visitas de esos directores, y otras muchas noticias sobre cine, quedaban plasmadas en un boletín gratuito, que uno podía recoger comprase o no entradas para ese día.

Hoy esos boletines los tengo en una carpeta en casa, y El amigo americano lo tengo en DVD. Puedo sacarlos de la carpeta y repasarlos, puedo ver la película de Wenders en mi LCD… y todo lo que conseguiré a cambio será esa misma sensación árida que vivimos cuando repasamos los recuerdos de seres queridos que ya no están con nosotros. Quizá por eso me he extendido tanto hoy. Porque tenía ganas de acordarme un poco de unas salas que, con la misma discreción con la que llegaron, han pasado a la historia, llevándose con ellas una manera no solo de ver cine, sino también de proyectarlo. Y de cuidarlo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

buen post, gracias!

LE BLOG dijo...

A mí lo que más me duele es que hayan quitado esa cafetería tan original, con la pantalla y las gradas y con unos emparedados muy ricos que parecían caseros.

Anónimo dijo...

Gracias por el post de hoy, señor Vince. Es pura poesía. Ha conseguido usted definir la nostalgia, esa visión reconfortante pero dolorosa hacia unos tiempos ya pasados, pero permanentes en la memoria.