domingo, diciembre 23, 2007

Mundo de juguete

Más que una única Navidad, podríamos decir que lo que hay son millones de ellas, cada una a la medida del que las vive y las recuerda. Analizándola fríamente, tiene tantos puntos negativos como positivos; el consumismo, las reuniones por obligación, las cenas de compromiso, la copa de la empresa y las masas de compradores en el centro de las ciudades estarían entre los primeros. En el segundo apartado… bueno, aquí es donde cada uno aporta lo suyo. A mí, ya ven, a pesar de todo lo enumerado, me siguen gustando (lo que odio con toda mi alma es la noche de fin de año); el problema es que, a medida que se van cumpliendo años, hay cada vez un mayor número de navidades pasadas que van imponiendo su recuerdo en la presente. No nos ocurre con los cumpleaños, con los aniversarios de boda… pero con la Navidad, sí. Difícil saber por qué.

Quizá sea porque estos son los momentos del año donde más nos presiona la memoria de la niñez, aquella época en la que estos días eran días mágicos, y nos pasamos la vida adulta intentando recuperar esas sensaciones, volver a aquel mundo donde vivías confortado por el amor y calor; hasta el frío tenía una particular calidez. Pero no es fácil. Aunque las señales siguen ahí, la edad parece habernos embotado los sentidos. ¿Por qué los adornos del árbol ya no nos llaman como antes? No hablo solo de las bolas de colores; yo recuerdo las casitas nevadas colgando de las ramas, o los diminutos muñecos de nieve, con su chistera y su zanahoria; más que adornos, parecían eran una mezcla de juguete y dulce, una versión más artística del turrón y el guirlache.

Salir a la calle con nuestros padres en los días previos a la Navidad no tenía nada que ver con la vorágine actual y, si lo tenía, no nos dábamos cuenta de ello. Había gente, desde luego, pero sólo parecíamos tener ojos para la iluminación de las calles; un simple abeto decorado con bombillas de colores nos parecía un prodigio, como si por unos momentos hubiéramos ido a parar a ese mundo de juguete que habíamos atisbado en las casitas del árbol o en las figuritas del belén.

Ir al cine era también una experiencia, sobre todo en una ciudad de provincias: estaba asociado con el frío y tenía mucho de expedición, por aquellas calles atestadas con los villancicos sonando sin parar por los altavoces municipales. Y se iba a ver películas de niños, de dibujos, o de lo que hubiera, porque en un sitio con seis cines, donde los estrenos de la capital llegaban cuando llegaban, poco se podía hacer, y lo habitual eran películas de serie de segunda o tercera mano. Recuerdo, por ejemplo, algunos zorros y, desde luego, muchos tarzanes, felices en su selva artificial, columpiándose en taparrabos, insensibles al frío que se padecía en la ciudad del otro lado de la pantalla.

En televisión, la oferta era todavía peor. Había poco, y además, en blanco y negro. Y, como ocurre en Semana Santa, parecían poner siempre las mismas películas. En todas ellas había mucha nieve, grandes muñecos en el jardín, familias felices y niños repelentes. Y se cantaba mucho. En inglés, además. Unos villancicos educadísimos al lado de la chimenea, sin zambomba ni panderetas. Y poco a poco, año a año, fuimos conociendo esos villancicos extranjeros que nos fueron transmitiendo el ambiente navideño con la misma eficacia, si no con más, que nuestros bullangueros clásicos con los peces en el río o la burra que va hacia Belén cargada de chocolate, que tantas bromitas ha provocado en determinado ambientes de la zona de Cádiz.

Y una de estas escenas es la que les traigo hoy. Pocas voces han cantado mejor este villancico que esta pareja de sinvergüenzas. Eso sí, en su decorado de Hollywood, tan perfecto, tan a la medida, que parece como si Crosby y Sinatra hubieran conseguido colarse dentro de una de esas casitas de juguete que colgaban del árbol de mi infancia.

Tengan todos una Feliz Navidad, y nos vemos allá por el dos de enero.

Vince

4 comentarios:

Lego y Pulgón dijo...

No sé si serán las fechas, no sé si la crisis de los cuarenta, o la canción de Ella Fitzgerald que suena. Leo su entrada en un día particularmente melancólico (tengo la suerte de que son dos o tres al año). He intentdo sintonizar con sus recuerdos de infancia y, lo único que ha "hecho eco" ha sido las pélículas en televisión, repetidas todos los años sin remedio. Quizá por eso me sigue gustando esa repetición tan deseperante para casi todos. Es mi puente hacia la Navidad pasada que fue, a pesar de todo, muy, muy feliz. Y mañana será otro día.
PS: Tarzán también "hace eco", que para eso se ponía el hombre las manos como altavoz.
Feliz Navidad

Anónimo dijo...

Yo espero poder irma algún año a pasar estas fechas al Yemen. Un lugar donde nadie pone belenes, donde jamás se le pasaría a ninguna administración por la cabeza la peregrina idea de llenar de bombillas una plamera y donde cualquier cretino que intentara disfrazarse de rojo y blanco para decir "jo jo" sería colgado con sus propias tripas después de que algún yemení le cortara cierta parte de su anatomía con una daga de mango de cuerno de rinoceronte para hacerse un monedero.

¡El paraíso!

Anónimo dijo...

No de la brasa, japa, que aunque la Navidad agobie, tampoco hay que pasarse e irse al Yemen. ¡Ya quisieran los yemeníes vivir como lo hace usted o cualquiera de nosotros! Menos demagogia, por favor.

LE BLOG dijo...

Me ha encantado esta entrada, Vince; a mí también me ha traído muchos buenos -y comunes- recuerdos.