domingo, abril 18, 2010

Cincuenta años desde LA escena



Pues así, como el que no quiere la cosa, resulta que ya se han cumplido cincuenta años desde el estreno de Psicosis. Lo cual quiere decir también que se han cumplido cincuenta años desde que el público de todo el mundo se echó a los ojos por primera vez la famosa escena de la ducha. No exageramos, creo, si decimos que muy probablemente sea la escena más copiada, homenajeada o parodiada de la historia del cine, en dura competición con el carrito del bebé de El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein 1925).

Recordaban el pasado domingo en El País algunos libros publicados no sobre la película, no sobre Hitchcock, ni, desde luego, sobre Robert Bloch, un eficaz escritor de cuentos de intriga y terror hoy bastante olvidado, sino únicamente sobre la escena de la ducha; y es altamente probable que dentro de otros cincuenta años asistamos a una nueva conmemoración. No creo que para entonces haya envejecido ni un ápice, tal es su perfección en el planteamiento y resolución de un momento cumbre en el argumento de una cinta destinada a mantener en todo momento a los espectadores en vilo, además de todo lo que supuso en experimentación e innovación. Lenguaje cinematográfico sin aditivos.

Dicho todo esto ¿qué voy a contarles hoy aquí que no se haya dicho ya… o que sí se haya dicho, en feliz expresión de Les Luthiers? Ya se sabe que la humilde intención de este blog es dar a conocer anécdotas o detalles no demasiado populares del universo, enorme y en perpetuo crecimiento, de las películas. Pero me temo que aquí lo tengo claro. Ni uno sólo de los planos que la componen se ha librado de ser diseccionado por especialistas más sesudos y con más conocimiento que su seguro servidor.

Pero por lo menos, si no puedo ser sorprendente, sí está a mi alcance ser exhaustivo, o al menos intentarlo. Porque sobre la ducha más famosa de la historia del celuloide se han contado muchas cosas, y a pesar de que seguro que ustedes conocen la mayoría, no estaría de más recordar aquí que:
  • Tardó una semana entera en rodarse.
  • La sangre era sirope de chocolate.
  • Anthony Perkins no participó en el rodaje de la escena; la mano asesina es… la del propio Hitchcock, que conocía a la perfección el grado de inclinación que quería darle al cuchillo y cómo quería clavarlo. Cabe pensar que también disfrutaría lo suyo.
  • La silueta de la madre de Norman Bates es la de la especialista Margo Epper, de 24 años. Y la de Marion Crane, excepto en los primeros planos, la de Marli Renfro, de 23.
  • Hitchcock no tenía intención de añadir música a la escena, y sólo lo hizo después de que el compositor Bernard Herrmann le convenciera de lo contrario; la música compuesta por este aumenta mucho más el impacto.
  • El total de puñaladas que se dan es 17, pero para su estreno en el Reino Unido, la censura británica las redujo a tres.
  • La secuencia fue diseñada por Saul Bass, el mago de los títulos de crédito, que dominó como nadie el arte de abrir las películas haciendo circular los nombres en entornos tan creativos como todo lo que venía después, y a veces, más incluso. La dibujó plano a plano, y, por cierto, también se atribuyó haberla dirigido, aunque fue desmentido por muchos de los que participaron en el rodaje, incluida la propia Janet Leigh.
  • Y lo que más molestó a los censores en su día no fue ningún detalle referente al asesinato, sino... el ruido de la cisterna del retrete que aparece al final de la escena y que hasta la fecha no había aparecido nunca en una película de Hollywood. No parece una cosa muy nornal, si quieren, pero claro ¿quién ha dicho que un censor tenga que ser una persona normal?

sábado, abril 10, 2010

Plano general de la Gran Vía

La Gran Vía de Madrid ha andado estos días muy ocupada con su centenario, o mejor podría decirse que han sido los medios de comunicación los que andan muy ocupados con los cien años de la Gran Vía. Su papel como escenario cinematográfico no ha pasado desapercibido en estas conmemoraciones. Es lo bueno del cine, o al menos del cine rodado en escenarios naturales: con el tiempo, se convierte en uno de los mejores testimonios de imágenes y sonidos sobre la evolución de un país, una ciudad, o incluso una calle tan relacionada con el celuloide como la que nos ocupa.

Los lectores más jóvenes no podrán evitar acordarse de El día de la bestia (Alex de la Iglesia, 1995) cada vez que se fijan en el anuncio luminoso de Schweppes que corona la Plaza del Callao; pero los que vamos teniendo algunos años –tampoco tantos, no se crean- recordaremos que, cruzando la calle, un poco más abajo, tenía su oficina Germán Areta, el detective interpretado por Alfredo Landa que protagonizó las dos entregas de El Crack, de Jose Luis Garci; en la primera de las dos películas, incluso pueden verse algunos planos generales tomados antes de que se instalara el primer McDonalds de España, en la esquina con la calle Silva. La misma calle, por cierto, de donde salía un desorientado Eduardo Noriega en la impactante escena inicial de Abre los Ojos.

Seguro que si nos ponemos, sacamos muchas más películas española que han rodado en alguna zona de esta calle siquiera unas escenas, desde Historias de la radio (1955) de Jose Luis Sáenz de Heredia, a El corazón del guerrero (2000), opera prima de Daniel Celda 211 Monzón, pero la verdad es que a mí, lo que más me apetecía en la entrada de hoy, era hablar de la relación del cine y la Gran Vía vista desde el otro lado de la pantalla, como una de las principales referencias de Madrid a la hora de ver películas; todavía no hace tanto tiempo que toda su trayectoria hervía de cines, comenzando por el Imperial, especializado en películas de Walt Disney, y terminando por el Coliseum, antes de que la propia evolución de la calle y el urbanismo, junto con el auge de los multicines, los fuera cerrando uno por uno. Lo del Imperial es fácil: todos los que tenemos cierta edad hemos visto –más bien, oído- cómo se cepillaban a la madre de Bambi en sus pantallas, pero ¿Y los demás?



Lo curioso, cuando me pongo a recordar los cines de la Gran Vía y las películas que vi en ellos, es que me salen un montón de películas, en fin, pasables, o directamente malas, algunas con su anécdota correspondiente. El motivo era, supongo, que las vi en los años de mi adolescencia, con mis colegas del cole, antes de que la versión original comenzara a florecer por la calle Martín de los Heros y trasladara mis preferencia al sur de la Plaza de España. No todo fue malo, por otra parte: en el Capitol- que aún sigue en activo- disfruté del Superman de Richard Donner y de Apocalipsis Now, en cuyo pase regalaban -¡excepcionalmente!- un folleto en blanco y negro con imágenes y artículos sobre la película, folleto que todavía conservo.

Pero haciendo un poco de repaso… En el extinto Palacio de la Música cayeron engendros como Flash Gordon (Mike Hodges, 1980), y cintas algo más simpáticas como Abyss –no la de James Cameron, sino una peli de intriga de 1977 con Nick Nolte y Jacqueline Bisset, cuyo enorme cartel, que representaba a la Bissett en bikini en un enorme fondo marino, se destiñó en un día de lluvia, tiñendo de azul a los comercios y transeúntes de las proximidades-; en el Avenida, q. e. p. d., me tragué una cinta mexicana titulada Triángulo Diabólico de las Bermudas (René Cardona Jr, 1978), que hoy día no se podría poner ni en Guantánamo… enfrente, en el Palacio de la Prensa, recuerdo Pánico en el estadio (Larry Peerce, 1976), una de intriga con Charlton Heston, y Orca, la ballena asesina (Michael Anderson, 1977), un intento descarado de implicar a estos simpáticos cetáceos en el síndrome de Tiburón; esta, con Richard Harris y Charlotte Rampling.

Un poco más abajo, las cosas mejoraron: en el Gran Vía disfruté de El Muro (1982), de Alan Parker, masacrada entonces por la crítica pero que a un servidor le gustó y le sigue gustando, y en el Pompeya cayeron varias de Woody Allen, entre ellas, desde luego, Manhattan (1979), con lo cual tuve ocasión de contemplar el homenaje a una ciudad emblemática desde el corazón de otra. En el Coliseum recuerdo Capricornio Uno (1977), una de las primeras del luego decepcionante Peter Hyams con un simpático Elliot Gould, y La última locura (1976), de Mel Brooks, que me pareció desternillante a mis trece años… y que luego he evitado cuidadosamente, por si las moscas.

Eran, por lo general, unos cines antiguos, esto es, incómodos hasta decir basta, con butacas fabricadas antes de que se conociera la palabra ergonomía, que convertían el visionado de la película en una heroicidad. El Avenida, en ese sentido, se llevaba la palma. Con todo, lo bueno y lo malo, pertenecen a una época ya pasada, no diré que necesariamente mejor, por cuanto creo que la oferta de películas de hoy día ha ganado en variedad, versión original, y calidad de proyección. Pero todas esas películas –las mías y las suyas- , malas, mediocres, populacheras, quedan grabadas en los recuerdos de infancia y adolescencia de cada uno y, a su manera, como granos de arena, son también parte de la enorme playa que forman los cien años de la Gran Vía.

Dicho lo cual, mi anécdota cinematográfica favorita referida a esta calle corresponde a una escena que jamás se rodó; se dice que en los años sesenta, Luis García Berlanga presentó un guión a la junta de censura, y se encontró con que le prohibían la primera escena, donde todo lo que aparecía en el texto era: “Plano general de la Gran Vía”. Sorprendido, pidió explicaciones… y se las dieron. “Es que, conociendo cómo las gasta usted ¡seguro que aprovecha para meter a dos obispos saliendo de Pasapoga!”


domingo, abril 04, 2010

Con musho arte

Mi padre fue crítico taurino en su juventud; y yo, en la mía, también viví una época donde se me despertó una cierta afición a la lidia, hasta que tuve mi particular caída camino de Damasco; sencillamente, aquello comenzó a parecerme una total y absoluta salvajada. Y hasta hoy. Con todo, no estoy en absoluto de acuerdo con esta campaña surgida sobre una posible prohibición en Cataluña, porque a) los verdaderos motivos para fomentar el veto tienen mucho que ver con torticerías políticas y poco con una verdadera preocupación el bienestar animal y b) la palabra “prohibir” me suele provocar sudores fríos en la mayoría de los casos.

Pero la polémica surgida a raíz de todo este asunto ha provocado una polémica secundaria interesante, cuando Madrid y alguna otra comunidad han declarado los toros Bien de Interés Cultural, o algo así. Esperanza Aguirre ha justificado su iniciativa recurriendo a la importancia que han tenido en la obra de autores como Lorca o Picasso. Ah, Lorca y Picasso. Que harían los políticos sin ellos. O mejor dicho, qué harían sus asesores de comunicación, los que les escriben los discursos. Tú menciona a Lorca y a Picasso y quedas como Zeus, aunque al primero lo confundas con Miguel Hernández –muy de moda también últimamente- y del segundo no hayas visto ni el Guernica. La verdad es que la líder –ya que estamos tan cultos hoy, aclaremos que eso de lideresa es una soberana idiotez- de la Comunidad de Madrid, o cualquier otro político llegado el caso, podría haber profundizado un poco más y haber seguido, no ya con Hemingway, que eso se da por descartado, sino con Angel María de Lera y su novela Los clarines del miedo, o con Fernando Quiñones y ese prodigio de libro de relatos que es La Gran Temporada, donde su cuento Los toros del Puerto finaliza con una de las frases más desgarradoras que un servidor ha leído jamás: "giró sobre un talón pensando que había cumplido aquel día treinta y dos años, y que la vida de los perros no suele exceder de quince".

No tengo muy claro si los toros son o no cultura en sí mismos, pero desde luego sí han generado cultura. ¿Y en el cine, que es a fin de cuentas de lo que sigue tratando este blog? Pues se podrían citar unas cuantas películas, entre las que destacan, por sus numerosas versiones, Sangre y Arena y Currito de la Cruz. La primera, basada en la novela de mi tocayo Blasco Ibáñez, cuenta con plasmaciones en la pantalla de peso, como la de 1922 con Rodolfo Valentino y la (mejor, por cierto) de 1944, con Tyrone Power y Rita Hayworth, dirigidos además por Rouben Mamoulian. La tercera, de 1989, se recuerda sobre todo por haber sido rodada en España y contar con la participación de una Sharon Stone de la que todo el equipo acabó tan harto que de muy buen grado le hubieran clavado una estocada hasta la bola. En cuanto a Currito… melodrama racial y carpetovetónico, que ha conocido cuatro versiones, yo personalmente recomiendo la de Rafael Gil de 1965, que provoca risas de puro cursi y tiene a Arturo Fernández haciendo de torero chulo, envidioso y malvado, que al final es fatalmente corneado por un morlaco como justo castigo a su perversidad.

El toreo y el celuloide se han unido con más suerte en dos cintas en concreto: una, el documental Tú sólo rodado en 1984 por Teo Escamilla, uno de nuestros mejores directores de fotografía, centrado en los sueños y esperanzas de los chavales que entran en la Escuela de Tauromaquia de Madrid. Y Los Golfos, dirigida en 1959 por Carlos Saura, donde el toreo se presenta también como la –imposible-, salida de la miseria para los protagonistas. Precisamente el asunto de los toros le dio al director algún quebradero de cabeza durante el rodaje: los que hayan visto la película recordarán que su final narra el estrepitoso fracaso de Juan, uno de los personajes cuando, por fin, consigue estrenarse como novillero.

El actor que interpretaba a Juan era de verdad un aspirante a torero llamado Oscar Cruz. Y, llegado el momento de rodar la escena, le dijo a Saura que ni hablar, que un artista de su categoría no estaba dispuesto a fracasar en pantalla, que él era, ante todo, un torero y como tal se debía a un público que, por otra parte, ni siquiera tenía por entonces. Saura, finalmente, llegó a un acuerdo con él: rodaría la novillada tal cual; si hacía una buena faena, su personaje triunfaría en la película, y si no, se mantendría el final previsto. Oscar Cruz resultó ser un verdadero pinchaúvas, y se ganó una bronca monumental del respetable, que puede apreciarse en la película en toda su magnitud.

De aquél torero, la verdad, poco volvió a saberse. Pero la película de Saura sigue ahí. Y tiene todavía mucho arte dentro.

miércoles, diciembre 24, 2008

Pero ¿hay Navidad más allá de Frank Capra?

Pues claro. Y gracias a You Tube, aquí tienen una pequeña selección.

Muy Feliz Navidad a todos.

Vince

martes, diciembre 23, 2008

Cesta de Navidad (3). Matar a un ruiseñor

Tenía un poco abandonada la lista de Navidad, y supongo que todo el mundo habrá hecho ya las compras –yo vengo de hacerlas, y juraría que ahora calzo tres números más de zapato-, pero ayer nos ha dejado Robert Mulligan, y lo mejor que se puede decir de él es que es una pena que sus 83 años de vida no le dieran para hacer más películas.

Para mí, Matar a un ruiseñor (1962) no es sólo una obra maestra, sino una de esas películas que le reconcilian a uno con el género humano, cuando uno piensa que a lo mejor, en alguna parte de este mundo, podría existir una persona tan íntegra, tan razonable, tan sólida, como ese Atticus Finch que le valió un merecidísimo Oscar a Gregory Peck; eran los tiempos en que la Academia daba los premios a actores que hacián de gente normal.

La edición en DVD que yo tengo es la llamada “del coleccionista”, que Universal publicó hace unos años. Intenten conseguirlas; incluye extras tan jugosos como un amplio –amplio de verdad- documental del rodaje y comentarios del propio Mulligan.

Si ya la tienen, les recomiendo con el mismo encarecimiento El otro (1972), una de las películas de terror más turbadoras y perversas que se hayan filmado jamás. Sin vampiros, hombres lobo ni zombies cojitrancos, pero con arrobas de talento cinematográfico y habilidad para estremecer. Dormir después de verla tiene su mérito. Por desgracia, encontrarla en DVD, también. Igual de inencontrable y perdida está El hombre clave (The Nickel Ride, 1974) un policiaco que no he visto, pero del cual todo el mundo ha coincidido en hablarme poniendo unos ojos como platos.

Y, personalmente, les recomendaría que se alejaran de Verano del 42 (1971); saber envejecer es un arte, y algunas películas, como alguna gente, no lo tienen.

domingo, diciembre 21, 2008

Los monstruos que dan miedo

No había visto en su idem El 7º día, la interpretación que hizo Carlos Saura en 2004 de la matanza de Puerto Hurraco. Y no la había visto, supongo por la misma razón que mucha gente; que el temita de la película se las trae. Saura tiene mucha experiencia –él mismo lo reconoce en los extras del DVD- en la inclusión de la violencia en sus películas de una forma seca, sin florituras, casi cotidiana y, por eso mismo, mucho más impactante. Lo hizo en La caza y lo ha hecho más veces, hasta culminar en este séptimo día cuyas escenas finales son, desde luego, difíciles de tragar. Más aún cuando sabemos que tanto horror y tanta locura fueron reales; y más aún cuando hay dos actores como la copa de un pino llamados Jose Luis Gómez y Juan Diego –respaldados por una tremenda Victoria Abril- a los que les basta un gesto, una mirada, un ademán, para meterle a uno el miedo en el cuerpo, para desaparecer como intérpretes y convertirse en esos dos personajes aislados y semianimalizados capaces, desde luego, de organizar una masacre sin pestañear.

Y fue después de verla cuando tuve mi experiencia extracinematográfica.

Yo no presto mucha atención a las críticas de cine; habitualmente dejo su lectura para después de haber visto la película; cuando las leo con atención es para buscar coincidencias o divergencias, y también para aprender, para que se me abran cosas que en su momento pude pasar por alto. En último lugar, claro, también las leo para saber lo que tengo que decir en este blog y que ustedes me tengan por un entendido total, ejem… La cuestión es que busqué la crítica de la película de Saura que apareció en el número de mayo de 2004 de la revista Dirigido. La cosa me hizo gracia: el número contenía la segunda parte de un especial sobre la Hammer Films, y la foto de portada mostraba a Peter Cushing a punto de invitar a una ración de estaca al vampiro de turno.

Y me hizo gracia porque me acordé de Targets, la primera película de Peter Bodganovich. Rodada a toda velocidad con un presupuesto ridículo, sigue siendo hoy una obra maestra; nos cuenta la historia de una vieja estrella del cine de terror –Boris Karloff, que prácticamente se interpreta a sí mismo- cuyo camino se cruza con el de un asesino en serie made in USA, que apostado en un autocine, se dedica a disparar a todo el que se le ponga por delante. En una escena memorable, el asesino se cruza con Karloff que avanza hacia él, mientras detrás suyo, en la pantalla del autocine, ve también a Karloff en uno de sus papeles de monstruo; aterrorizado por la doble imagen, suelta el rifle y se entrega. Karloff lo ve aterrorizado a sus pies, y no puede evitar pensar en voz alta: “estos son los monstruos que dan miedo”.

Escondida en una página, dentro de una revista repleta páginas dedicadas a vampiros (y vampiras macizas, que estamos hablando de la Hammer), hombres lobo, frankensteins y quatermass diversos, el horror de verdad estaba en una película mucho más cotidiana, en una película que tiene en su banda sonora a Objetivo Birmania y El tractor amarillo, nada menos. Me encantan las películas de terror clásico. Estos otros monstruos, en cambio, sí que me acojonan.

martes, diciembre 16, 2008

Jugando a las películas



Si todavía no han ido a ver Gomorra, vayan, aunque les conviene estar preparados para eso que los amantes de los tópicos llaman una película sin concesiones; si les gusta la versión original y viven en Madrid, NO vayan a verla a los Renoir Princesa –los que hay en los túneles de la plaza de los cubos- salvo que:

a) Estén sordos
b) Quieran estarlo

porque el volumen al que la cascan es también sin concesiones. Dejando aparte estos inconvenientes, la película merece todos los elogios que se le han hecho, y se podría considerar –aunque no del todo, porque esta historia tiene más tentáculos- la respuesta italiana a Ciudad de Dios (2002).

Ya conocen, por otra parte, su efecto colateral: a los capos de la Camorra no les ha gustado demasiado la publicidad que les ha proporcionado la película, ellos que estaban tan tranquilos robando, matando y extorsionando mientras todo el mundo se concentraba en sus vecinos de Sicilia, así que han cogido a Roberto Saviano, el autor del libro, y le han hecho un contrato, no precisamente indefinido con móvil de la empresa, o sea. Lo cual no les ha impedido forrarse de modo paralelo vendiendo copias piratas de la película por las calles de Nápoles. La doble moral de los gángsters, que nunca falte.

Esto de la imagen cinematográfica de los mafiosos –vamos a incluir aquí a la Camorra, aunque sea otra cosa- ha evolucionado bastante desde los tiempos de El Padrino (1972), y creo, modestamente, que para bien. Podemos entrar en discusiones sobre si el cine tiene que reflejar la vida tal como es o embellecerla, pero las películas de Coppola, siendo como son una maravilla cinematográficamente hablando, ofrecen una imagen muy superada por todos los que han venido después. Los mafiosos de Puzo y Coppola son el no va más de la bondad y el glamour; sus acciones nunca tienen consecuencias negativas para los ciudadanos inocentes. No les vemos arruinar vidas, amenazar a familias, extorsionar comerciantes. Y encima, sólo matan a otros mafiosos, que son, además, mucho más malos que ellos (aunque cabría preguntarse por qué, pues tampoco les vemos nunca hacer nada que los Corleone no hicieran, o estuvieran dispuestos a hacer).

Tuvo que llegar Scorsese y, posteriormente, Los Soprano para que conociéramos una imagen de la Mafia más cercana a la realidad, no sólo en cuanto a su condición de cáncer para la sociedad –todo el mundo queda perjudicado cuando andan cerca-, sino también en cuanto a su estética: los gángsters de la vida son una panda de horteras, incultos, groseros, primitivos, y más brutos que un arao. El smoking y el champán dejaron paso al chándal y las barbacoas; el “le haré una oferta que no podrá rechazar”, al “te voy a rajar las putas tripas”. Y así, claro, no hay quien vaya por la vida como un Hombre de Honor.

Con El Padrino, ya les digo, fue otra cosa. Carl Sifakis, en su imprescindible libro The Mafia Encyclopedia, cuenta el caso del detective de la policía de Nueva Jersey Robert Delaney, que se infiltró en las familias de Nueva York y testificó ante un subcomité del Senado estadounidense en 1981:

“Las dos partes de El Padrino han tenido un impacto en estas familias criminales”, declaró, mencionando el caso de mafiosos que las habían visto hasta diez veces. También contó la ocasión en que fue a cenar a un restaurante con un grupo de gángsters, entre los que estaba Joseph Doto, hijo del mafioso Joe Adonis. “Le dio al camarero un montón de monedas de 25 centavos y le dijo que pusiera en la gramola la misma canción una y otra vez: el tema de El Padrino. Lo estuvimos escuchando durante toda la cena”.

El senador Sam Nunn preguntó entonces. “¿Está usted diciendo que a veces los gángsters ven la película para saber cómo se supone que deben comportarse?”.

“Exactamente”, contestó Delaney. “Esa película les enseñó cantidad de cosas”.

Hay que decir que en Gomorra hay también dos personajes cautivados por la mitomanía del cine de gángsters, aunque no con El Padrino, sino con El precio del poder (1983) de Brian de Palma. Bueno, todos hemos jugado de niños a ser El Zorro o Tarzán; tiene gracia que sean los criminales precisamente los que no han crecido.